La cabeza más fea del mundo
Matraz. Cuando Samuel H veía
una bombilla, pensaba en su cabeza. Cuando veía un nabo, pensaba en su cabeza.
Cuando veía un matraz (cosa que no había vuelto a suceder desde las clases de
química), pensaba en su cabeza. Era la cabeza más fea del mundo –nunca había
preguntado a otros por la valoración: él la veía así y con esa idea se
torturaba– y no por la forma de bombilla, nabo o matraz, sino porque los pelos
que sobrevivía la colonizaban de una manera inarmónica. En otras personas, los
oasis peludos se distribuían de una manera más lógica, siguiendo algún patrón,
los meridianos craneales tal vez. En su caso parecían plantados por un
jardinero loco.
Guedeja. Había comenzado a
quedarse calvo desde joven. Ya en el instituto, cuando las melenas crecían como
bosques abandonados en las testas de sus amigos, la suya comenzó a clarear. Se
le abrieron caminos a cada lado como salidas de autopista. No le dio
importancia entonces porque las guedejas hacían la función de telones y tapaban
la tramoya. La primera advertencia fue de su padre, calvo profesional: “Te va a
quedar la cabeza como la mía. Y como la del abuelo. Es genética, hijo. Pisos no
vas a heredar, pelos aquí, tampoco”. Y se señaló la bola del mundo. La segunda
admonición fue de una prenovia, de un prototipo de novia, de un ensayo de
novia: “Que sepas que a mí no me gustan los calvos”. “¿Y por qué lo dices?”.
“Porque se te está cayendo el pelo a chorro”. Y lo demostró pasándole la mano entre
los mechones. Fue como rastrillar hojas amarillas. Esa misma tarde, ella lo
dejó por un rockabilly con el tupé
como un ladrillo.
Disimulo. La primera pérdida
de su vida –anticipo de tantas otras– fue traumática. Se obsesionó con la
conservación. Pensaba que era prioritario proteger lo que quedaba del manto.
Qué les dieran a la selva tropical y a los gorilas. Se gastó un dineral en
productos de farmacia que olían a culo de mono. Durante unos años consiguió
detener la erosión, el avance del desierto. Pensó que había ganado a la
geología y a la botánica y al cambio climático. La pérdida era irreparable y
tenía que currarse a diario la cortinilla. Se esforzaba en fijar una celosía,
si bien eran los barrotes de una cárcel. Estaba preso de la estética del
disimulo. En realidad, pese a los esfuerzos por encerrar la frente, fueron los
mejores años porque incrementó la confianza: afianzó una pareja y un trabajo
como ingeniero en una fábrica de secadores de pelo. Fue casualidad si bien lo aceptó
como una consecuencia de la especialidad capilar y de haber trabajado la raíz
del problema.
Folículo. A los años de trémulo
esplendor, siguió la debacle. Sin sentido del ritmo ni de la oportunidad, los
pelos comenzaron a esfumarse y con ellos, la mujer. Ella lo amaba, pero él
amaba más el ralo matorral, así que la dejó para concentrarse en lo importante.
Dio un paso crucial: el trasplante. Viajó a Turquía después de gavillar anuncios
de internet. Encontró una publicidad en el que hablaban de “unidades
foliculares” y de la “recolección de raíces individuales”. Lo sedujo la jerga
primaveral y la promesa de un campo fértil. En Estambul, los médicos le dieron
una mala noticia: su cuerpo cabelludo, por alguna razón indeterminada, era un
secarral. Imposible que allí pudiera arraigar algo. Destrozado, se dio a los
peluquines como otros se daban a la bebida. Lució la familia entera de
roedores, desde la rata al castor.
Nutria. Un día, coronado con
un pelaje de nutria, pasó ante la tienda de un tatuador. Se le iluminó la
bombilla, el nabo y el matraz. Decidió que era la solución definitiva para
garantizarse la cobertura permanente. Al tatuador no le sorprendió que le
pidiera un teñido total. Estaba especializado en trabajos delicados y en meter
la aguja en partes íntimas. Le preocupó más que le pidiera que dibujara,
cabello a cabello, el pelazo del cantante del grupo Europe. No sabía de quién
hablaba. A cambio, le ofreció, tras un rapado completo, una gran calavera en la
coronilla en honor a los millones y millones de amigos muertos.
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