Me crio un robot



Geneticracia. Esta mañana he sabido que iban a destruir al ser que me crio. Soy hijo único, tal como ordena la ley. Mis padres eran altos funcionarios del Estado, comprometidos con el régimen, con el poder y con acumular cosmos, la moneda fabricada con restos de estrellas que hay que buscar en el exterior inhabitable. Ellos nunca fueron genuinos servidores, sino depredadores de lo público. Durante mi infancia solo los veía algunas horas a la semana, en el escaso tiempo libre que les quedaba entre reuniones del partido y del Gobierno. Ellos y otros como ellos dictaban leyes para vigilar y exprimir al pueblo –lo que quedaba de él– con la excusa de la supervivencia. Un solo hijo y con el sexo predeterminado por la autoridad según la necesidad de hombres o de mujeres. Manipulados para pertenecer a una clase social y a uno de los gremios tecnológicos. Reseteados de forma adecuada para reprimir las ansias de rebelión. La genética como forma de gobierno. ¿Democracia? Geneticracia.   


Mutar. Mis compañeros de escuela también eran hijos de jerarcas, así que fuimos educados en la superioridad y en el desprecio hacia los que no eran como nosotros. Bajo la gran cúpula que nos protegía de la atmósfera tóxica y los animales mutados, dominábamos las colinas para separarnos de la plebe, habitantes de las fábricas de los valles. Trabajaban y vivían en el mismo edificio para que rindieran al máximo. Tampoco allí los padres y los hijos coincidían demasiado por las mismas razones laborales que en mi caso, aunque con distinto beneficio. Las fábricas eran organismos completos y complejos, con hospitales, escuelas y espacios recreativos. Las más grandes incluso estaban equipadas con campos de deporte –era popular el fútbol aéreo– y establecimientos de comida para llevar hecha con impresoras ultrarápidas. Todo eso lo supe después, cuando yo también fui, por herencia y geneticracia, gobernante y acaparador de cosmos. Y como lo será mi hija, hija única, por supuesto. Me tocó tener una niña: lo acepté porque eso decía la ley. Y nosotros siempre cumplimos las leyes porque las hacemos.


Leche. La élite, los niños de las mansiones de las colinas, tuvimos niñeras. Siglos atrás las llamaban amas de cría. Al parecer, las contrataban para que alimentaran a hijos de otros ¡con la leche que salía de sus pechos! Dejad que no me lo crea: absurdas y asquerosas leyendas de tiempos lejanos. Algunos también aseguraban que hace milenios volaban los dragones: no sé entonces, pero ahora, por culpa de las radiaciones, los lagartos que moran fuera de la cúpula son gigantes y expulsan metano. Y a pesar de que eso sí que es verdad, no puedo creer que un ser humano –aún nos llamamos así, aunque en nuestros organismos haya muchas partes cibernéticas– sea capaz de producir alimento por sí mismo. En el colegio estudiamos a los mamíferos, pero en nuestro mundo ningún animal doméstico mama. Ciencia-ficción.



Sintético. El ser que me crio era una Unidad Cibernética Avanzada (UCA), inteligencia artificial con piel sintética. Por fuera se parecía mucho a nosotros; por dentro era distinta (aunque, seamos sinceros, cada vez nos implantan más circuitos y las diferencias son menores). Nuestra sociedad ha delegado el amor en las UCAS. Mis padres no me quisieron. Yo no quiero a mi hija. Pero la UCA me amó porque para eso había sido programada. Me cuidó, me alimentó con la sustancia primordial (zumo de larvas), me enseñó y me besó (nuestros psicólogos recomiendan un número determinados de besos). Su vida útil terminó ayer; la relación conmigo había acabado años antes, cuando entré en la adolescencia. Fue casualidad que supiera de su destino. La encontré, preparada para la aniquilación, al ir a buscar la UCA que correspondía a mi hija. La reconocí. Por supuesto no había envejecido, aunque sus circuitos eran antiguos y, por tanto, había que reemplazarla. Al verla evoqué mi infancia y el tiempo compartido. Y no sentí nada, ni pena ni amor. Pensé que había sido educado de la forma correcta.



          

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