Una cirugía por un frankfurt
Pulmón. A
Helga nunca le había gustado su nariz. Ni sus orejas. Ni sus tetas. Ni sus
muslos. Ni sus pantorrillas. A Helga le disgustaba cada parte exterior de su
cuerpo. Nada tenía que decir de los riñones, los pulmones o el hígado porque se
mantenían ocultos. Había entrevisto alguna vez –con asco y horror– la colección
completa de órganos en unas cubetas blancas tras los cristales refrigerados de
las carnicerías especializadas. Escuchaba a menudo lo muy normal y lo muy
corriente que era y, en lugar de hallar consuelo en esas palabras, se sentía
desnudada y descubierta porque opinaba lo mismo. Precisamente quería cambiar
porque era muy normal y muy corriente.
Genética.
Ella quería ser Angelina Jolie. Ella quería ser Jennifer Aniston. Ella quería
ser Gigi Hadid. Ella quería ser Kim Kardashian. Ella quería ser Gisele
Bündchen. Ella quería una parte de cada una de esas personas (como quería
chuleta, bogavante y caviar, y se negaba a conformarse con bistec, sardina y
huevas con colorante). Lo suyo, pensaba, era mala suerte genética: sus genes
habían sido barajados por un jugador borracho. Ella era su madre. Ella era su
abuela. Ella era todas las mujeres de la familia. “Tú eres hermosa”, le decía
la madre. Y Helga, bajando los ojos, sin atreverse a responder, se decía a sí
misma: “¿Qué vas a contarme, si yo soy tú?”.
Esparadrapo.
Había pedido presupuesto en clínicas de estética, de primera, segunda y tercera
clase, en las que los carteles de las paredes recordaban vagamente a los
embutidos. El presupuesto no le llegaba ni para un arreglillo en los párpados.
La abuela le habló del sistema doméstico de una folclórica ya fallecida. Se
estiraba la piel sobrante de las mejillas y la sujetaba por detrás de la cabeza
con unos esparadrapos. “Yaya, por Dios, que eres más antigua que un iPod”.
Descartada la autocirugía con cuchillito de postre y las operaciones en lugares
dudosos, y la venta en el mercado negro de esos órganos internos que no veía, y
la prostitución y el robo, ¿qué le quedaba?
Silicona. La
solución la encontró en una estantería del supermercado. El establecimiento
promocionaba los productos de una nueva empresa. Los fabricantes debían de
tener muchas ganas de venderlo masivamente porque habían contratado un espacio
enorme engalanado con carteles chillones. Y uno de esos letreros en rosa chicle
le informó de que por la compra de un paquete –de frankfurts: qué narices– le
daban un cupón para participar en el sorteo de una cirugía estética. No podía
creerlo. ¡El mundo de la silicona se presentaba cercano y mullido, confortable!
Vació el monedero para adquirir el máximo de bolsas. Eso solo fue el principio.
A los frankfurts se sumaron otras delicias acompañadas por vales que había que
rellenar y mandar a la multinacional de las comidas guarras. La matemática era
tan simple como antigua: a más vales, más probabilidades de que tocase (aunque
¿cuántas? Helga no lo sabía). Durante meses se alimentó con aquella basura rica
en grasas y aditivos: pizza de panceta y churretones de queso, donuts rellenos
de mermeladas, pechugas rebozadas y anegadas con salsa barbacoa y macarrones
con doble crema. Engordó, y cómo. Dejó de ser muy normal y muy corriente, pero
no en el sentido que buscaba.
Soplillo. De
vez en cuando aparecían carteles en el súper en los que se mostraba el antes y
el después de algunos compradores. El hombre con las orejas de soplillo, y los
pabellones enganchados a la cabeza. La mujer sin pecho, y el considerable
aumento de talla. ¿Eran de verdad o las fotos habían sido manipuladas? No lo
sabía. Ella ya solo aspiraba a ser como antes, cuando odiaba la nariz, las
orejas, las tetas, los muslos y las pantorrillas. En el rincón de las
tentaciones y los pecados se entretuvo con la nueva oferta: un pastel de carne
con tres rellenos, todos ellos, de derivados de la chicha. Se dijo que era la
última vez, que era el último cupón y que mañana mismo se pondría a régimen.
Fantaseó con la operación que pediría si le tocaba. Una reducción de estómago
que nunca había estado entre sus planes.
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