El método Annita para ordenar // #CuentoTallaS
Apocalipsis.
Annita opinaba que ningún libro, y mucho menos una película, podía cambiar una
vida. Había escuchado el comentario algunas veces, más por parte de los
autores, pretenciosos y pretendidamente trascendentes, que de los lectores. No
concebía que unas páginas pudieran alterar un comportamiento hasta volverlo del
revés. ¿Cómo? ¿Cuál era la magia de las palabras? ¿Qué mensajes contenían y de
qué manera penetraban en el interior de las personas y hacían cosquillas al
cerebro y electrificaban las venas? No, se decía Annita, ningún libro puede ser
tan influyente, ni siquiera la Biblia, y eso que explica el principio y el fin,
la creación y el apocalipsis. Y creyó –rocosa, inamovible– en la futilidad de
la escritura hasta el día en que compró el libro de aquella mujer.
Arista.
Paseaba por una librería en busca de un bestseller con el que apuntalar
las vacaciones y se fijó en una mesa en la sección de novedades atarugada por
decenas de libros de un solo título. Ejemplares colocados de manera perfecta,
sin ninguna arista que sobresaliera. Los libreros debían de tener muchas ganas
de vender el volumen porque lo habían situado en un lugar destacado y bajo el
retrato de la escritora, que sonreía con la incomodidad de los que desconfían
de las cámaras.
Ovillo.
¿Por qué lo cogió? Porque se ocupaba del orden, y su vida, en aquel momento,
era un caos, un ovillo anudado. Al leer la contraportada comprendió que la
disciplina a la que se refería la señora de la sonrisa apretada era para los
objetos, aunque se le ocurrió que si podía acomodar los trastos también sería
capaz de arreglar su espíritu. La habían abandonado y se había abandonado. La
casa había sufrido el paso de un huracán sentimental.
Pronombre.
Él, que había dejado de ser un nombre para pasar a ser un pronombre, se había
largado con dos maletas y sin dejar una nota. No podía decir que la fuga fuera
una sorpresa porque la relación se había vuelto mohosa, aunque sí le pareció
escandaloso el silencio. Veinte años de relaciones merecían un párrafo. La
organizadora recomendaba desprenderse de las cosas que no contribuían a la
felicidad. Pronto el contenedor de la esquina se llenó de las partes de él. El
hombre se había llevado su esqueleto –como no podía ser de otra manera– y había
dejado atrás el exoesqueleto: la ropa, los zapatos, los cedés, las revistas,
los libros, los elementos externos que ayudaban a conformar el interior. Si
quería rescatar el pasado, que se dirigiera al vertedero. Hasta leer aquel
libro a favor de la limpieza, Annita pensaba que una persona era lo que poseía
y solo ahora comprendía las virtudes de la deconstrucción.
Anacoreta.
Las siguientes semanas aprendió a doblar en vertical, movimiento básico para
sanar casas y personas. Le costó decidir si agrupaba el vestuario por familias
o por colores. Intentó lo segundo, aunque lo único que logró fue salir de casa
de color rojo como si perteneciera al cuerpo de bomberos. Adquirió libros de
otras autoras, aunque básicamente todas referían lo mismo con variaciones sin
importancia. Con el tiempo se convirtió en una maestra y dio cursos en centros
cívicos. Sus campos de experimentación eran ella misma y la casa. El crecimiento
personal fue parejo al decrecimiento de la vivienda. Decidida a vivir con lo
esencial, la guarida se asemejaba a la cueva de un anacoreta. Los ermitaños
eran un ejemplo sin reivindicar. Redujo al mínimo las pertenencias: cualquiera
que hubiera entrado en el piso habría concluido que se acaba de mudar, sin
tiempo para llenarlo. En busca de la esencia, vistió cada día con la misma
ropa, formada por tres blusas blancas, tres chaquetas negras y pantalones del
mismo color, así como los zapatos. El acto más radical, el momento supremo del
conocimiento llegó con la desaparición. Coherente con sus actos y pensamientos,
Annita se decidió prescindible y candidata a ser arrojada a la basura.
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