La comida del suicida // #CuentoTallaS




Pizza. A primera hora de la mañana, antes de que abriera el museo, la directora vio sobre una mesa en la salita de seguridad, que compartían el guardia de noche y el de día, un cuarto de pizza sobre una caja de cartón. Lo primero que pensó la directora era que el guardia nocturno se comportaba como un guarro al dejar los restos de la cena al cambiar el turno. O que el diurno desayunaba fuerte: intentaría evitar cruzarse con él durante la digestión.

Decadencia. Con una segunda mirada, más reposada, apreció la estética del conjunto: la caja manchada de grasa en la parte superior, figuras geométricas que daban otro color a la superficie, y las letras pop con el nombre y el logo del establecimiento en verde y azul. El triángulo de pepperoni era hermoso en su decadencia roja. Fría y contraída, la porción rezumaba queso pringoso por los lados. El contraste de los círculos rojos con el blanco prieto de la mozzarella era agradable a la vista. Pensó un título para el bodegón: La comida del suicida. Y el nombre de la artista: Constanza Salame.

Humillante. ¿Sería descabellado hacer un experimento con los restos? Dirigía un pequeño museo de arte contemporáneo en una pequeña capital de provincia. El fondo era escaso; el entusiasmo de la mujer, enorme. Además de los artistas locales, con una nutrida, heterogénea y discutible representación, el catálogo se enorgullecía de tres obras: un grabado de Picasso, otro de Miró y un gato de bronce que firmaba Barceló. Las tres habían sido donadas por un industrial de los calzados, viudo y sin hijos. Como agradecimiento pusieron el nombre de la empresa a la sala que las acogía: Zapatos El Pisotón. La directora, que soñaba con el Moma, con la Tate, con el Guggenheim, veía a diario la humillante placa, a la que el viudo obligó a añadir la silueta de una bota campera.

Látex. Ella misma llevó la mesa auxiliar a una de las salas de las estrellas provinciales, se puso unos guantes de látex para respetar el protocolo y trasladar la obra de arte nonata. En el momento en el que la situó tras un cordón –lo que garantizó espacio, protección y singularidad–, la pizza y su caja dejaron atrás la vulgaridad para abrazar la exquisitez. Aislada y sin contexto, en torno a la pieza creció un aura. Lo que había sido materia corriente acababa de mutar –gracias a un cordón rojo y a dos pies de metal– en símbolo extraordinario. Fue a la oficina e imprimió el pequeño cartel: La comida del suicida. Escultura mutante de Constanza Salame (2017). Inventó una biografía suculenta de la autora, citó a Duchamp y los ready-made, a Andy Warhol y las cajas Brillo, a Damien Hirst y el tiburón que se pudrió. Telefoneó a los medios de comunicación, a las teles y a las radios, y al único diario. Tras el seudónimo de Constanza Salame se escondía una artista radical, heredera de una gran fortuna milanesa. El suicida al que hacía referencia la obra era su hermano. Se colgó en el palacio familiar. A los pies balanceantes del cadáver, un cuarto de pizza de pepperoni. Rojo, blanco y estrangulado, como el rostro del hermano.


Mechero. La patraña tuvo un éxito formidable. Se convirtió en la principal atracción del pequeño museo de la pequeña ciudad. Aumentó los visitantes, llamó la atención de las revistas especializadas, la tentaron de otros museos, interesados en saber más de Salame y en cómo adquirir sus obras. El problema principal de la directora era el deterioro de La comida del suicida, que iba secándose. En realidad, la cuña original hacía mucho que estaba en la basura, no así la caja, que era la misma. Cada noche, la directora pedía una de pepperoni a la pizzería Mario’s y, por la mañana, la exhibía. El museo se convirtió en el mejor cliente de Mario’s. Para agradecerlo, les mandaron con la habitual pepperoni un mechero, un pin y una gorra. La directora pensó en una nueva obra firmada por Constanza Salame titulada Juventud consumida.



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