Ejercicios de barra (de pan)
Sabadell tiene campo, y no me refiero a la Nova Creu Alta, donde los arlequinados han estrenado temporada en Segunda División: hasta aquí las noticias deportivas, y con el furor balompédico en mínimos por mi parte. Sé menos de fútbol que un tritón del Montseny.
El campo al que me refiero es el Parc Agrari, con 586 hectáreas que ayudan a respirar a una ciudad con 213.000 habitantes y con el vecindario gaseado por las autopistas y las grandes vías. Vivir en una gran ciudad es ofrecer los pulmones en sacrificio.
Con el cierre de los gimnasios hay que buscar alternativas para despejar los músculos antes de volvernos muñecos de hojalata. Mi deporte es la natación y con la piscina seca, y ya sin bañera porque la sustituí por un plato de ducha, solo queda la alternativa laxa de caminar. Correr es de cobardes, como dijo el filósofo Carles Reixach, y practico esa máxima, que solo pueden saltársela los atracadores de bancos.
El Parc Agrari tiene varios accesos y preferí el urbano, por Can Gambús, que también da nombre a la mayor de las fincas. El otoño no es la mejor época para observar sembrados y solo la mirada optimista podía imaginar que bajo las tierras roturadas se abría paso la vida. Es decir, que no vi nada, pero mi cabeza es capaz de imaginar la selva en una maceta.
Le dimos a las piernas por caminos bordeados por almendros y nos encontramos con lo previsible: perros sueltos y gente con pantalones deportivos apretados y de color fosforito (¿a dónde fueron aquellos chándals amplios de los 90 que la gente vestía para ir al híper con elegancia?). No vi nada, cierto, pero sé que crecen productos y alegrías que los payeses venden en el exterior del Mercat Central.
En mi casa servimos el pan de Sant Julià, elaborado por los hornos locales con trigo cultivado en el espacio y molturado en Mollet. Esa sí que es harina de proximidad y no la que usan por ahí con más kilómetros que una zapatilla vieja.
He viajado más veces al Parc Agrari con la barra que impulsado por los pies. Porque donde mejor me ejercito es en la mesa del comedor.
El campo al que me refiero es el Parc Agrari, con 586 hectáreas que ayudan a respirar a una ciudad con 213.000 habitantes y con el vecindario gaseado por las autopistas y las grandes vías. Vivir en una gran ciudad es ofrecer los pulmones en sacrificio.
Con el cierre de los gimnasios hay que buscar alternativas para despejar los músculos antes de volvernos muñecos de hojalata. Mi deporte es la natación y con la piscina seca, y ya sin bañera porque la sustituí por un plato de ducha, solo queda la alternativa laxa de caminar. Correr es de cobardes, como dijo el filósofo Carles Reixach, y practico esa máxima, que solo pueden saltársela los atracadores de bancos.
El Parc Agrari tiene varios accesos y preferí el urbano, por Can Gambús, que también da nombre a la mayor de las fincas. El otoño no es la mejor época para observar sembrados y solo la mirada optimista podía imaginar que bajo las tierras roturadas se abría paso la vida. Es decir, que no vi nada, pero mi cabeza es capaz de imaginar la selva en una maceta.
Le dimos a las piernas por caminos bordeados por almendros y nos encontramos con lo previsible: perros sueltos y gente con pantalones deportivos apretados y de color fosforito (¿a dónde fueron aquellos chándals amplios de los 90 que la gente vestía para ir al híper con elegancia?). No vi nada, cierto, pero sé que crecen productos y alegrías que los payeses venden en el exterior del Mercat Central.
En mi casa servimos el pan de Sant Julià, elaborado por los hornos locales con trigo cultivado en el espacio y molturado en Mollet. Esa sí que es harina de proximidad y no la que usan por ahí con más kilómetros que una zapatilla vieja.
He viajado más veces al Parc Agrari con la barra que impulsado por los pies. Porque donde mejor me ejercito es en la mesa del comedor.
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