Restaurante Can Culleres // Barcelona










































Can Culleres
Bilbao, 79. Barcelona
Tf: 693.069.694
Precio medio (sin vino): 25-30 €


El crol de la albóndiga en el 'suquet'



El nombre y el logotipo son evocadores: Can Culleres, dos chimeneas en sustitución de la 'll' y la representación del techo de una fábrica sobre las últimas letras.

Can Culleres es el restaurante de Jordi Asensio y de Patrícia Nieves y es el nombre popular de una industria fundada en 1921 y que ocupó a muchos vecinos de Poblenou: Metales y Platería Ribera. El abuelo de Patrícia fue uno de los trabajadores y su cubertería está colgada a modo de güija de alpaca para comunicarse con el pasado.

Can Culleres se refiere también –quiero entenderlo así– al instrumento de forma redondeada y estaría bien señalar en la carta cuáles son los platos en los que se recomienda su uso terapéutico.

Meto la cuchara hasta el fondo en el 'suquet' en el que unas almejas y unas albóndigas de rape y gamba hacen crol. El punto de las pelotillas es perfecto, así como la cocción de los moluscos. Y hay intensidad y finura en el jugo, hecho con gamba 'perica', bogavante y cangrejo y sublimado con una picada. Es vestir un batín de seda. Este plato fue una necesidad del 'take away' y ahora forma parte imprescindible de la carta.

En la línea de las casas de comida reseñadas anteriormente (Taberna Noroeste, Bodega Pasaje 1986, Palo Verde, Arigato, Fonda Pepa, Amaica, Avenir, Bodega Bonay), Can Culleres almacena conocimiento gastro y más realismo que en las novelas de Raymond Carver (¿quién se acuerda de él?). Aunque prefiero otro Raymond: Chandler.

Vecino y cómplice del restaurante L’Artesana –que ha abierto una 'rostisseria' y que también homenajea al Poblenou–, Jordi Asensio sirve al barrio, quiere al barrio, es del barrio.

«Es un proyecto que piensa en la gente de aquí, que tiene en cuenta el pasado de las fábricas», cuenta Jordi, que antes de regresar a casa circuló por Mugaritz, Martín Berasategui, Pierre Gagnaire, Loidi y Quillo Bar, en estos últimos, ya como jefe de cocina.

El buen pan de Solà y una carta de vinos con pocas botellas e interés por lo natural. Primero, una copa de Snou (me deja frío) y después, otra de Brutal (el adjetivo es exagerado: un tinto sencillo que tomo con gusto).


Las bravas en capas me recuerdan las de Marc Gascons (restaurante Informal), aunque las presentan en cubos (y no bastones), custodiadas por una salsa roja (ñora, tomate, pimentón, cayena, ajo, cebolla) y por un 'allioli' con los ajos escalivados. De nuevo el humo, ya como aliado necesario de estos 'viejóvenes' chefs.

Salen ahumadas las alcachofas, cubiertas con trufa del Berguedà y con trozos de fuagrás.

Bien los corazones de alcachofas, bien el fuagrás y bien la trufa, pero se comportan como si no se conocieran: cada uno baila por su lado.

En el postre vuelvo a encontrar una nota disonante: el destacable pastel de queso relleno con una emulsión de frutos rojos (y aquí caigo en el raro, y aceptado, concepto 'fruto rojo'), con helado de fresa (vale) y un fresón natural (no es época). Lo que choca es el elemento natural, ácido y sin gusto, fuera de tiempo.

El canelón XXL, pasta 'wanton' rellena con carne de pollo, pato y cerdo, bechamel trufada y lonchas de jamón ibérico, puede figurar en el cuadro de honor de esa Canelolandia que es Barcelona.

Cierro mi labor fabril en Can Culleres con la temporada y sus placeres, metiendo un parque de atracciones en la boca: 'calçots' en tempura negra (tinta de calamar), huevo abuñuelado, papada, romesco y caldo de jamón ibérico. Lo revuelvo y veo a un derviche giróvago. Hipnótico.

Poblenou nació con la revolución industrial y está en tránsito a la tecnológica. Can Culleres recoge ese espíritu de las cosas que cambian sin perder el espíritu.




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