La guía Michelin quiere ser The World's 50 Best Restaurants
I.
Unos apuntes sobre la gala de entrega de las estrellas de la guía Michelin de la edición del 2024, que imita sin descaro las estrategias de quien más teme la publicación de origen francés: The World's 50 Best Restaurants.
*¿Fueron justos los reconocimientos? Es tradición quejarse sobre lo roñosos que son los inspectores a la hora de repartir laureles, sobre todo, respecto de Francia, y siguiendo esa bonita costumbre afirmo que si no llega a ser por el gordo de Disfrutar, el resultado local es un desastre con solo dos estrellitas para Barcelona (Suto y Quirat) y ninguna para el resto de Catalunya. Hay que sumar (o restar) las bajas: Angle (Barcelona) de Jordi Cruz, que pierde una, y La Cuina de Can Simon (Tossa de Mar), que se queda en blanco.
*Solo a partir de la edición del 2010, Michelin comprendió el negocio de la ceremonia: hasta entonces se avanzaba el resultado a unos pocos periodistas. Desde la epifanía han ido ‘inventando’ premios a la manera de The World's 50 Best Restaurants para tener músculo patrocinado: las estrellas verdes (¡la sostenibilidad de las ruedas de neumáticos!), el chef mentor, el chef joven, el responsable de sala y, este año, el sumiller. Sugiero, para el futuro, el friegaplatos y no como cachondeo, sino con la seriedad de reivindicar una figura fundamental en el engranaje restaurantero.
*La Michelin, qué curioso, siempre llega tarde, pese a montar ruedas. Habría sido un descrédito que Disfrutar consiguiera ser el año que viene el mejor restaurante del mundo en la lista de The World's 50 Best Restaurants y continuara colgado todavía del biestrellato. Sería lo que se conoce como ‘efecto Mugaritz’.
*El número de inspectores es muy pequeño, con menos miembros que los que se sentaron en La Última Cena, por lo que resulta imposible creer que anualmente sean capaces de visitar los cientos de establecimientos, incluyendo hoteles, que forman la guía. No se trata de un libro de ‘descubrimientos’, sino de ‘confirmaciones’. Vandelvira o Barro, por citar dos de los ‘nuevos’, han sido profusamente 'croniqueados' por los especialistas.
*¿Por qué Barcelona fue la elegida para el festejo? Preguntó Andreu Buenafuente, presentador de la gala, con más tablas que un cantaor a la hora de llevar esta clase de cotarros. La respuesta es sencilla pero escamoteada: porque el Ayuntamiento puso el dinero sobre la mesa. Es una campaña discutible, puesto que solo se reconoce la parte alta de la restauración, aquella que está por encima de los 100 euros el cubierto, mientras que la gastronomía ‘real’ es otra. Como he escrito más arriba, la saca barcelonesa crece poco.
*¿Fueron justos los reconocimientos? Es tradición quejarse sobre lo roñosos que son los inspectores a la hora de repartir laureles, sobre todo, respecto de Francia, y siguiendo esa bonita costumbre afirmo que si no llega a ser por el gordo de Disfrutar, el resultado local es un desastre con solo dos estrellitas para Barcelona (Suto y Quirat) y ninguna para el resto de Catalunya. Hay que sumar (o restar) las bajas: Angle (Barcelona) de Jordi Cruz, que pierde una, y La Cuina de Can Simon (Tossa de Mar), que se queda en blanco.
*Solo a partir de la edición del 2010, Michelin comprendió el negocio de la ceremonia: hasta entonces se avanzaba el resultado a unos pocos periodistas. Desde la epifanía han ido ‘inventando’ premios a la manera de The World's 50 Best Restaurants para tener músculo patrocinado: las estrellas verdes (¡la sostenibilidad de las ruedas de neumáticos!), el chef mentor, el chef joven, el responsable de sala y, este año, el sumiller. Sugiero, para el futuro, el friegaplatos y no como cachondeo, sino con la seriedad de reivindicar una figura fundamental en el engranaje restaurantero.
*La Michelin, qué curioso, siempre llega tarde, pese a montar ruedas. Habría sido un descrédito que Disfrutar consiguiera ser el año que viene el mejor restaurante del mundo en la lista de The World's 50 Best Restaurants y continuara colgado todavía del biestrellato. Sería lo que se conoce como ‘efecto Mugaritz’.
*El número de inspectores es muy pequeño, con menos miembros que los que se sentaron en La Última Cena, por lo que resulta imposible creer que anualmente sean capaces de visitar los cientos de establecimientos, incluyendo hoteles, que forman la guía. No se trata de un libro de ‘descubrimientos’, sino de ‘confirmaciones’. Vandelvira o Barro, por citar dos de los ‘nuevos’, han sido profusamente 'croniqueados' por los especialistas.
*¿Por qué Barcelona fue la elegida para el festejo? Preguntó Andreu Buenafuente, presentador de la gala, con más tablas que un cantaor a la hora de llevar esta clase de cotarros. La respuesta es sencilla pero escamoteada: porque el Ayuntamiento puso el dinero sobre la mesa. Es una campaña discutible, puesto que solo se reconoce la parte alta de la restauración, aquella que está por encima de los 100 euros el cubierto, mientras que la gastronomía ‘real’ es otra. Como he escrito más arriba, la saca barcelonesa crece poco.
*En la foto ‘finish’, escasísimas mujeres: dos entre los uniestrellados (Roseta Félix y Sara Peral), cero entre los biestrellados y cero entre los triestrellados. Martina Puigvert fue elegida como chef joven.
*Las tendencias: restaurantes en poblaciones pequeñas, fuera de las ‘rutas comerciales’; lo asiático (japonés) amplía la base y las asesorías o segundas marcas de chefs se disparan. Resulta llamativo que la guía confíe tanto en los popes y recompensen las expansiones, lugares a los que los chefs enmedallados acuden solo de vez en cuando.
*La gala: vista desde casa, por YouTube, un largo anuncio, aunque por debajo de las cuatro horas del año pasado. El realizador se explayó con las cabezas cortadas y solo en los planos generales recuperaban la figura. Cifras ridículas de audiencia: cuando dieron las biestrellas, menos de 7.000 espectadores. El total es de risa: 131.888 visualizaciones.
*Mi mayor reconocimiento para la persona que estaba dentro del muñeco de Michelin: la sufrida elegancia de quien tiene que ir disfrazado de rueda de camión.
II.
Los propietarios de los restaurantes con una gran inversión detrás son desconfiados. Sucede, más que en ningún otro lugar, en los hoteles: quien firma la carta está a muchos kilómetros.
Son las asesorías, un fenómeno que a lo largo de los años he ido describiendo con distintos nombres: Chef por Poderes, Telechef, Jet Chef…
Para mis crónicas suelo esquivar esa opción porque prefiero la artesanía del responsable en directo y no tutelado, si bien hago excepciones bajo dos parámetros: el compromiso firme del consultor (porque hay algunos que solo hacen aperturas y después ‘bye-bye’, aunque no borran el nombre para una confusión programada) y que el delegado, quien en verdad ejecuta la carta, sea responsable y no un cable de transmisión.
Acabo de ‘croniquear’ sobre Contraban, que supervisa Alain Guiard, porque he encontrado en su carta un platerío que esquiva rutinas (como la ‘cocotte lutée’ de lubina o el codillo embarrado de cordero) y próximamente llegará a las pantallas Ibaya, en Andorra, con una estrella y que tiene en la distancia a Francis Paniego y, en la cercanía, a Jordi Grau.
En conversación con Francis, me recuerda que cuando les dieron la estrella quien subió a recibir los aplausos fue Jordi, que es como debe ser, un pase a la cabeza que aprovecho para referirme a la gala-qué-guapos-son-mis-patrocinadores de noviembre en Barcelona, donde profesionales como Nacho Manzano y Marcos Granda recibieron recompensa pero legaron el honor en los chefs que están al frente del negocio: Daniel Silvestre, Marcos Mistry y Tadayoshi Motoa. Otros acompañaron al protegido o subieron directamente sin dejar espacio al verdadero protagonista.
Comprendo que al Chef Todista le pueda el ego y el figurar para garantizar la nómina y que el contratante desconfíe de dar una oportunidad a un desconocido.
Quien paga prefiere jugársela con un asesor ausente, a cambio de emplear ese supuesto nombre de oro, que dar mando completo a la persona que de verdad defenderá el restaurante.
¿Para qué gastar un montón de dinero en remunerar a quien nunca está?
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