Restaurante La Salita // València / Marzo del 2023







































Begoña Rodrigo recibe (al fin) en palacio


Begoña Rodrigo de Jorge (1975) recibe, al fin, en casa, un palacete con techos formidables de los que cuelgan ramas de manzanilla seca, como un paisaje puesto del revés.

En noviembre del 2005, fundó La Salita en el barrio de L’Amistat de Valencia y decidió ese nombre en homenaje a los corazones de las viviendas: se habita o habitaba una pequeña sala, donde se veía la tele y había jaleo y apelotonamiento y niños bulliciosos, y se dejaba el comedor amortajado para las visitas.

«La sala de estar era donde podías poner los pies sobre la mesa. Odiaba el comedor, siempre cerrado y al que me tocaba sacar el polvo», recuerda la cocinera. Aquellos comedores de recibir, que no recibían.

La Salita fue acogedora, refugió a una Begoña llegada de Holanda e Inglaterra, la vio campeona de un concurso televisivo y le dio una estrella y a su hijo Mik. Y, sin embargo, en esa Salita sufrió, se sintió incomprendida, infravalorada: «Durante mucho tiempo nadie apostó por mí. Tardé 14 años en conseguir una estrella». Se pregunta cómo lo hacen esos cocineros que ya desde la inauguración reciben bendiciones.

En junio del 2020, en el primer respiro de la pandemia, cuando la mascarilla aún era atuendo, abrió La Salita en la nueva ubicación: un edificio de tres plantas y jardín florido en el barrio de Russafa, «construido en 1866 y que fue la vivienda de un médico», según narración de su hermano, Sergio, de nuevo junto a ella al igual que Jorne Buurmeijer, exmarido y padre de Mik y sumiller y responsable de que botellas tan interesantes como La Servil o el palo cortado De la Cruz 1767 se alojen en mi mesa.

Edificio protegido, suelos hidráulicos, puertas de madera que crujen con la melodía del tiempo.

Hay un gusto natural y sobrio, una rusticidad hibridada con lo urbano, líneas claras y cocina compleja: «No sé cocinar barato», dice. Porque en estos momentos el ingrediente más caro es la mano de obra y Begoña paga cada mes una treintena de nóminas.

Muchas manos para construir y servir la belleza –y la fragilidad–, que aparece en una tartaleta de alcachofa y helado de ¡raíz de perejil!, la tempura de 'sisho' con tartar de colirrábano o las burbujas de queso de cabra con higos.

Respiro para seguir con las interpretaciones, platos con carácter popular reajustados desde la alta cocina: un arroz con bacalao (espuma de coliflor, 'allioli' de piel del gádido), una pasta carbonara (chirivía, crema de repollo, queso pata de mulo) y un 'all i pebre' ¡blanco! (acompañado de un 'blanquet' de anguila y un profiterol).

Hace años que lo vegetal forma parte del modo en el que Begoña entiende la gastronomía y tampoco en el rincón verde le cuelgan medallas.

Demasiado independiente, demasiado respondona, demasiado carácter. Ella dice: «No sabía delegar, no sabía ser jefa» (así que cerró el resto de negocios).

O: «Me he cansado de ser las sobras, de ser segundo plato».

O: «Llevo muchos años haciendo de hombre».

O: «He hecho platos falleros, pero de mi casa nadie ha salido con hambre».

O: «Una mujer no se puede permitir el lujo de perder».

O: «Parí un domingo y el miércoles fui a trabajar».

A la mañana siguiente, con el vaivén en la cabeza de una cena excepcional, visitamos los huertos de Arat Natura, que la proveen de singularidades y la veo mordisquear esas partes de las plantas que se desechan y en las que ella descubre oportunidades. «Prueba esa flor». Pruebo y sabe a col. «Prueba esta». Y es amostazada.

Coincide el paseo con la quema de matas de pimientos 'thai', que llenan el aire de humo picante. Aquí y allá, arbustos con puntas de flechas rojas que pide para decorar platos. O ya verá para qué. Otra vez, las ramificaciones de la naturaleza apuntan a la casa.

Begoña habita la casa, y lo hace de verdad: tiene un apartamento en la planta superior, donde se aloja a veces. «Duermo muy poco, a las cinco ya estoy de pie. Y es cuando cocino, sola. Me pongo música y cocino».

Prepara vinagres y encurtidos, explora la acidez y las raíces y, tal vez sin saberlo, escribe una autobiografía porque se cocina como se es.

«Desayuno copioso: huevos fritos». Sí, lo imagino, Begoña y unos huevos fritos, un trozo de pan apuntando a la erupción amarilla y Leo a sus pies. Leo es un bichón maltés, ese perro de algodón, que ella regaló a su madre y que cohabita La Salita en uno de esos ejercicios maternofiliales de ida y vuelta.

«Me siento libre». Sin amo, sin jefe, sin socio, fue al banco: «Para mi sorpresa, me dieron el dinero. En tres años he pagado la mitad de la deuda».










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