París en flases (y 3)



Un billete de metro cuesta 1,70 euros; comer en Agapé Substance, por encima de los 100. Se establece la relación con el suburbano porque el restaurante –¿el restaurante?– es un vagón en hora punta. Una barra, una veintena de comensales y falta de oxígeno.
En un extremo, el cocinero David Toutain, saludado por la crítica como un genio. ¡Menudo regalo! Cada vez que un comensal nota en los riñones el paso de un camarero –con más énfasis que en Le Comptoir du Relais– y en el hígado, el codo del vecino recuerda el elogio sin mesura. Un genio, vale, la palabra ha sido degradada a billetito de metro, adjetivo barato a 1,70 euros.
Toutain es un buen cocinero, aún por dibujar y sus platos esbozos de algo indefinido, en construcción, apuntes de alta cocina, de otras cocinas (en la foto, polvo de hinojo marino con consomé de frutos del mar).
Los genios se anticipan a lo que está por llegar. Esta vez se han anticipado los críticos, asegurado que ese es el hombre, ese el lugar y ese el futuro. Caro e incómodo. Bajemos la factura un 60% y hablemos, entonces, del porvenir.




La mejor de las seis comidas fue en el Astrance de Pascal Barbot, el trisestrellado con la cocina más pequeña del mundo. Algunos entusiastas defendían que Barbot era un atecnológico, un ser puro sin aparatejos, aunque esa hinchada malintencionada parece ignorar que existe otro cuartito en el piso superior con la armería. En la mini cocina a los pies de la torre Eiffel, aparece una copia del Roner como anticipo de la maquinaria.
Barbot, un hombre simpático y sin la barbilla desdeñosa de sus colegas, ha encajado de maravilla Francia e Indochina, en una revisión de lo colonial sin memoria política.
Cocina fresca, limpia, sugerente y bordada con puntos ácidos. El plato da más de lo que esperas.
En la imagen, el corazón de la elaboración está a la izquierda: en la mantequilla de kombú y regaliz, que obliga a la abúlica vieira a esforzarse.



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