Restaurante Bacaro // Barcelona

















Bacaro
Jerusalem, 6. Barcelona.
T: 93.115.66.79.
Menú precio medio (sin vino): 35 €.




Alfredo, una de ‘passatelli’





No fue un servicio rápido, pero sí próximo y sonriente. Es lo que pasó en Bacaro un sábado a mediodía: lleno hasta desbordar, y remontando mesas. Javier Mariscal, desdibujado, llegó para el segundo turno.

Comí en la semioscuridad, pese al sol exterior: qué manía con deslucir los platos con iluminaciones deficientes.

Lo mejor de la comida fueron los passatelli con ceps y rúcula y la última trufa. “La he comprado esta mañana en Petràs”, comentó Pablo Rodríguez, dueño con Alfredo Rodolfi, Maurizio de Vei y el cocinero Marco Filipponi.

Fue Maurizio, dueño del restaurante Santa Marta, el que los unió tras separarse de los Colombo, los gemelos de Xemei. Hace ya un lustro de aquello, y aún se habla con incomodidad.

Los passatelli y la chitarrina los elabora el chef Marco, aunque otra pasta como los tagliatelle, por ejemplo, son industriales, de De Cecco, según contó Alfredo días después por teléfono: “Es una marca que nos gusta”.

Le pregunté qué distinguía su oferta de otras: “Trato informal, sin máscaras. Género fresco. Preparaciones a diario”. Esa manera de actuar que permite que los desconocidos se sientan cómodos.

Regreso a los passatelli caseros y a las láminas de trufa que combinaban de maravilla con los ceps, hermanados en el sotobosque. Tuve el capricho –¿o la necesidad?– de, a la salida de Bacaro, comprar una bolsa de ceps en la Boqueria para ensayar una aproximación a la receta.

De los tres entrantes, las alcachofas crudas tuvieron poco interés. Mejor el bocadito de salmonetes con pecorino y col.

Buenas, aunque sin los desmayos que causan a alguna vedette gastro, las sarde in saor, especialidad veneciana que los habituales de la casa recomiendan y celebran. Sardinas escabechadas con cebolla y pasas, que aparté porque es un toque dulce prescindible.

Los tagiatelle con tomate y ricotta cumplieron sin más.
El pulpo de roca estaba algo duro; y en su punto la berenjena que lo acompañaba.

Pan de primera del horno Serra. Pedí vino a copas y propusieron un barbera, Pistìn, que me agradó.
No vi la botella: el tinto llegó directamente en la copa. Hay que acostumbrarse a mostrar el recipiente al cliente y más cuando venden el trago a cinco euros.

El tiramisú en esta ciudad de los mil –¿o 100.000?– tiramisús pochos era muy bueno, así como el milhojas con crema.

¿Con qué me quedo de Bacaro? Con las ganas de agradar de los propietarios, con el feliz bullicio, con los passatelli y con el tiramisú. Pero habría que afinar algunos platos, encender las luces, conseguir que una comida en una taberna no se perpetúe durante horas.
Porque para la eternidad están los menús disgustación de algunos restaurantes pretenciosos.





Atención a: las paredes y al pavimento.
Recomendable para: nostálgicos de Italia tras un viaje.
Que huyan: los de "cerca de la Boqueria no se come bien". 






    

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