Gaig pilota un Pininfarina




















Barcelona es una ciudad con secretos, muchos de ellos, amables; otros, terroríficos y salaces.

El que se cuenta a continuación merece ser de dominio público porque convoca a la francachela: en un tercer piso de la Rambla de Catalunya hay una cocina de 250.000 euros que el dueño de una empresa de márketing se hizo construir para atender a los clientes y celebrar sesiones de trabajo con el equipo.

Ya es extraño que una cocina sea una sala de reuniones, pero todavía más que esté presidida por un modelo ideado por Paolo Pininfarina –ese apellido de míticos carroceros– llamado Ola 20 y que fabrica la empresa italiana Snaidero.

Pininfarina cuenta que para este chasis se inspiró en los Ferrari –claro, no iba a citar una marca plebeya– y en las curvas y la velocidad. Un artefacto para tocar, y acariciar.

La que Snaidero ha adaptado para Raúl Herrera y su compañía, la empresa de márketing Ramac, aún es más apoteósica: seis metros aerodinámicos para acomodar a una decena de clientes a unos palmos de las evoluciones del cocinero, o de los cocineros.

Bendita chifladura. ¿No habría sido más práctico un espacio convencional con una de esas mesas de roble nobilísimo donde los viejos consejeros van secándose hasta confundirse con la madera? “La gastronomía siempre se ha asociado a celebraciones, un aniversario, Navidad, cuando sabes que serás padre [algo en lo que Raúl se estrena], cuando celebras un éxito empresarial. En esas ocasiones se come y se bebe. Entonces, ¿por qué no llevar acciones de márketing que aunque no tengan que ver con la gastronomía sean una parte importante de esa acción?”. Vale: cuidado directores generales, negociar y comer acarrea terribles consecuencias para las camisas y las corbatas.

Además de para uso profesional y privado, Raúl quiere dar al Pininfarina otra marcha. Ha organizado cenas para CardioDreams Foundation, una organización benéfica que lleva la cardiología a países en vías de desarrollo, además de promover la investigación de las enfermedades cardiovasculares. Dan la cara, y el corazón, por CardioDreams los doctores Xavier Ruyra y Santiago Montesinos y la dirige Raquel Montero.

Raquel dio una gran noticia: a la semana siguiente operarían a Buthi, una mujer tibetana de 39 años con una enfermedad valvular grave causada por una fiebre reumática que contrajo cuando era una niña. Para lograr trasladarla a Barcelona habían vencido a una burocracia necrosada, con intervención incluso de un notario.

En el proceso participaron un buen número de personas, entre ellas, la doctora Churruca, que había comenzado una campaña económica para financiar el viaje y en la que se fijó Raquel. Días después, Raquel anunció, mediante correo, el éxito de la cirugía: “Es la primera que hacemos a través de la fundación. Estamos muy emocionados”. Buen pálpito para futuras acciones.

Por el horno de vapor, el teppanyaki, la inducción y la llama (con buen criterio, Nandu Jubany le aconsejó el fuego directo, el gas azul, en retirada, por desgracia, de muchas encimeras) habían pasado ya Paco Pérez y Fina Puigdevall y debutaba Carles Gaig. Solo diez comensales que pagaban una cantidad importante destinada a sanar músculos cardiacos: la recaudación sería destinada a una beca.

Esa es la paradoja de las buenas causas en las que interviene la cocina: para ayudar a otros hay que darse candela.

Gaig pilotó el Pininfarina con atentos pasajeros. Habitas con romesco y ostra a la brasa: uno de los invitados probaba por primera vez el molusco, al que el humo de una parrillita envolvía en gasas.

Nostalgia con las colmenillas con fuagrás –saludo a esos platos desaparecidos de los recetarios por su carga calórica– y los canelones con crema de trufa, basados en uno de los cimientos de casa Gaig, receta con más de cien años adaptada a los nuevos tiempos: “La pasta es fresca y la bechamel ha sido sustituida por nata”. Más refinamiento, la evolución en paralelo de la receta y el chef.

Ver en acción a Gaig y sus jóvenes 68 años fue una gozada. Asistido por dos cocineros, llevó a cabo cada receta arriesgando el blanco de la chaquetilla: guisó las tripas de bacalao con guisantes, entibió/curó las gambas en agua de mar y aliñó el tartar de buey (“¿más picante?”, más picante) con aceite, sal, salsa Perrins, pimienta, tabasco, armagnac y mostaza antigua. Los corazones trotaron alegres.

No solo eran de considerables dimensiones el piano y la barra, sino también la sala que los acogía, con una excepcional marina de Josep Niebla, un oleaje azul que aportaba dramatismo a la relajante velada.

Salieron en bandejas las espalditas de cabrito lechal del horno, que se deshacían con una leve presión. Comerse aquello era un infanticidio: a los gastrónomos les agradan los diminutivos y los ingredientes recién nacidos, placer de dieta adulta.

A la espera del postre de cítricos y coco, las revoluciones del Pininfarina fueron bajando, hasta ese runrún tan agradable del que forman parte las sobremesas. En este caso, sobre barra. 






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