Herbert decide la moda // #CuentoTallaS
Lentejuela.
Herbert era un modisto de talla mundial desconocido por el público. Los
iniciados en el secreto pasaban su número de teléfono con la misma discreción
que pellizcaban una papelina de coca. Raramente sus vestidos destellaban en las
revistas del corazón –y el bolsillo y el páncreas– porque él imaginaba patrones
y lentejuelas para las desconocidas fiestas B, las indómitas y crueles, las
libertinas, las que reunían a elefantes, cabezudos, místicos orientales,
banqueros de la City, faquires, cantantes con grammys, actores con emmys,
actrices con oscars, dictadores con genocidios, empresarios enriquecidos
con la ruina de otros, magnates de la desinformación y dioses de las nuevas
tecnologías con dificultades para la conversación a la antigua. Todo el que era
alguien en el gran mundo le pedía, antes o después, una prenda, o un ropero
completo, porque ir a lo Herbert o ir con un Herbert representaba
desplegar alas de fuego y alzar el vuelo.
Depravado.
Del mundo al otro lado del espejo trascendía poco. Para acceder había que ser
rico y depravado y disponer de los contactos necesarios, avaladores que
facilitaban la entrada a este club sin sede, itinerante por el planeta. En el
circuito alternativo se permitían y fomentaban los vicios perseguidos en la
sociedad de la superficie. Había tantos y eran tan variados y sofisticados que
los habían recogido en un libro y encargado a un monje apóstata que lo
iluminara con miniaturas. El ex monje formaba parte del elenco de envilecidos.
El minucioso volumen, de gran tamaño y peso, estaba expuesto en un atril hecho
a medida y trasladado de juerga en juerga.
Armiño.
Los confabulados pedían hora en el atelier de París y ese fantoche con
bigotes a lo Dalí y edad del último de los dinosaurios los recibía de forma
caprichosa. Una temporada decidió que la única ropa que merecía ser mostrada
era la de noche. Se refería a los pijamas. Diseñó una colección para mostrar lo
que se mantiene oculto, aunque en aquella comunidad había poco que esconder. La
mejor de las ideas se la robó a Marilyn Monroe pues se trataba del más ligero
de los ropajes: solo unas gotas de perfume. A precio de capa de armiño, vendió
la no ropa a un príncipe kazajo que no conocía el cuento del rey desnudo. En
una de las celebraciones apareció aquel colectivo embriagador disfrazado de
anuncio de planta textil de unos grandes almacenes. Octogenarios con negligé
y supermodelos con tupidas y beatas camisolas: ese era el contraste que buscaba
Herbert. Como las otras veces, una porción ínfima de su estilo se coló en la
vida exterior y llegó a las pasarelas y las publicaciones especializadas y, por
fin, a la calle.
Tortuga.
Ese proceso con cuentagotas se repetía habitualmente: filtraban partes de la
novedad que influían de forma irreversible en los diseñadores. Fuera del
círculo nadie sabía que la moda la decidía un tal Herbert en un atelier
de París y que acumulaba más años que la más vieja de las tortugas de las
Galápagos. Inventó el grunge, los vaqueros desgarrados, el chándal de
los raperos y los tiranos, los sujetadores y los calzoncillos a la vista, los
trajes brillantes de los futbolistas millonarios, el nudo grueso de corbata de
los italianos, los imperdibles de los punks y los zapatos marrones combinados
con pantalones de vestir azules. Herbert estaba en cientos de detalles, aunque
sin firmarlos.
Alfiler.
Poco antes de morir, después de haber tenido en sus manos las partes íntimas de
los poderosos del planeta y clavado alfileres en los tejidos blandos, decidió la
obra maestra. Se puso crema en las manos escamosas mientras las retorcía de
placer. Pronto lo copiarían los diseñadores segundones y las máquinas chinas
comenzarían a producir las telas de color naranja. Los monos de Guantánamo
abarrotarían los escaparates, las revistas y las calles de cada ciudad.
Millones de personas, felices o desgraciadas, vestidas de presidiarios, sin
comprender que eran, y siempre lo habían sido, reos de la moda, cautivos de
Herbert.
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