Vivir en la memoria de los extraños // #CuentoTallaS
Genética. El
propósito de Sonia era la inmortalidad y para eso había elaborado un plan
sencillo que requería de poco trabajo. Excluidas, por falta de capital, las
terapias que permitían alargar la existencia y descartado el tener una recua de
hijos para que la huella genética caminara lejos, se le ocurrió un sistema
indoloro. Viviría para siempre en los recuerdos de personas a las que no
conocía ni deseaba conocer. ¿Cómo acomodarse sin ser una ladrona en la
intimidad de los extraños? ¿Cómo sentarse en el sofá junto a una pareja sin
haber sido invitada?
Celofán. La
idea brotó pasando las hojas de un álbum de fotos familiar, ese espacio en el
que se reencontraba con sus padres y hermanos sin la excusa de una efeméride.
Deslizaba las yemas sobre las páginas cubiertas con celofán. Era un volumen
encuadernado con herrajes en el lomo. Los originales –varios tomos– dormían en
un mueble marrón mordisqueado por la luz y el paso del tiempo en el comedor del
piso de los padres. Cuando se marchó de casa tuvo la prudencia de escanear
muchas de las imágenes de la juventud de los progenitores y de la suya propia y
de la de los hermanos, además de la infancia, un tiempo en blanco y negro en el
que las caras eran rechonchas y los muslos, regordetes. Se entretenía evocando
un tiempo feliz que se había secado como algunos mares interiores. Se buscaba
en los rostros del pasado y, aunque sabía con seguridad que aquella niña era
ella, le parecía alguien diferente.
Comparsa. Se
preguntaba muchas veces quiénes eran las personas que aparecían en segundo
plano. En concreto una mujer, repetida en varias instantáneas. Por ejemplo, en
la comunión del hermano menor; él, en las escaleras de la iglesia, con guantes
blancos y traje de marinero –si alguna vez un marinero se disfrazó con una
ridiculez semejante seguro que acabó en la bahía–, y la desconocida, con
mantilla negra –lo que le daba una gran visibilidad y la convertía en una
protagonista accidental–, un poco más atrás. La descubrió también en una comida
en un pinar, pero no como parte del grupo principal, sino como una comparsa en
el fondo. Y en otras dos excursiones con parentela diversa en el mismo papel de
figurante. ¿Quién sería? ¿Por qué no la recordaba? La mujer debía de tener unos
40 años por aquella época. ¿Qué la relacionaba con ella?
Eternidad. Si
la señora anónima había puesto huevos en su cerebro, ¿por qué no podía hacer
ella lo mismo en la cabeza de los demás? Durante meses fue a los lugares
turísticos de la ciudad, que era una capital con un mar dulce y un río salado,
a los espacios públicos de los que los nativos habían sido desplazados. La
catedral, la plaza porticada, la pinacoteca, el castillo, el mercado con una
cubierta diseñada por un discípulo del mismísimo Eiffel. Intentaba colarse en
el mayor número de fotos para asegurarse la eternidad. La multiplicación era
importante para sobrevivir a los borrados. Los dedos ansiosos mandaba a la
papelera digital multitud de descartes. Los palos de selfis en alto la ayudaban
a encontrar a las víctimas. Se situaba detrás para ser capturada. Se soñó en
domicilios de Sydney, Kioto, Singapur, Buenos Aires, Estocolmo y otras cientos
de ciudades en las que nunca había estado y a las que probablemente nunca
viajaría.
Fisiológico.
Una mañana, su móvil cayó en el váter en uno de esos desaconsejables ejercicios
mañaneros en los que se mezclan el Twitter y las necesidades fisiológicas; y,
aunque pudo salvar el terminal metiéndolo en un paquete de arroz para secar el
corazón de coltán, perdió la mayoría de las fotografías almacenadas. Comprendió
que no existía una vida extracorpórea y que a lo mejor su existencia eterna en
los teléfonos ajenos era provisional. En cambio, la de la mujer sin identificar
en las fotos del álbum de la familia seguía atrayendo e intrigando, treinta
años después, fijada para siempre bajo el celofán engomado.
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