'Influencer' en prácticas



Manco. Tommy, estallado en esporas adolescentes, quería ser influencer, instagrammer, youtuber. En definitiva, jefe adolescenter. Lo deseó aún más cuando supo que no necesitaba titulación, incluso que era poco recomendable que siguiera estudiando lo ordinario, ese segundo de bachillerato que debía llevarlo hasta la universidad y que se le resistía como una muela del juicio a un dentista manco. La única manera de formarse como influencer era analizando en YouTube e Instagram a los maestros del género. Descartó abrir un blog porque le parecía anticuado, cosa de treintañeros/abuelitos hipsters, y porque se sentía incapaz de escribir un texto sin faltas de ortografía. No quería confundir la be con la uve ni soltar las comas como si fueran confeti. En el instituto eran laxos y toleraban los errores de sintaxis como soportaban los móviles en las aulas –cuando los pillaban, los profesores los reñían con desgana, con un aburrimiento heredado de generaciones de maestros– y los pantalones bajos que dejaban a la vista la ropa interior. Para él, enseñar los calzoncillos era mostrar una bandera reivindicativa.

Goma. ¿Qué estilo sería el suyo? Descarado, por supuesto. El recato no tenía sentido en el nuevo mundo. Ruidoso, agresivo, provocador. A la contra: siempre a la contra. Su amigo Tano se lo había aconsejado: “Cágate en todo. La gente sigue a los malotes”. Tenía que elegir la temática. ¿Series de televisión? En eso era un experto: desde su ordenador había pirateado más programas que Barbanegra galeones. ¿Moda? El único accesorio del que podía opinar era de los piercings en los labios. Aún no se había acostumbrado al suyo: le dificultaba la actividad bucal, incluidos los besos, aunque a la novieta le excitaba, según decía. Un día se le enganchó el chicle que ella mascaba y eso le pareció muy romántico –la goma, rosa y floja, tendida entre sus labios y la anilla– porque le recordaba la peli de dos chuchos y unos espaguetis. Ni idea: él no la había visto.


Gilipollas. ¿Manga, videojuegos? ¿En qué era especialista? ¡En todo! ¡Sabía de todo! Él, de algún modo, ya era un influencer entre sus amigos, les decía qué ver y qué hacer, aunque el mundo aún no lo sabía. El mundo estaba necesitado de Tommy. Y Tommy estaba necesitado del dinero del mundo. Porque él quería pasta, mucha pasta. El gimnasio (al que iba pero sin poder pagar a un preparador personal, ¡lo quería!, para triplicar músculo), el coche (que no tenía) y la moto (que le habían prometido). ¿Cuánto le darían por hacer el gilipollas? Estaba dispuesto a hacer mucho el gilipollas por muchos billetes.


Dineral. Escuchaba los que decían sus amigos. Que si a este las marcas le regalaban teléfonos, tabletas o zapatillas. Que si a aquel le facilitaban viajes a Londres y Nueva York. Que si al otro le pagaban un dineral por hablar bien de los productos (aunque sin que se notara que los publicitaba). Que si al de más allá lo invitaban a fiestas y se codeaba con disc jockeys, modelos, músicos, influencers todos, amigos todos.



Tiranía. Cuando su padre le preguntó por enésima vez a qué quería dedicarse, él respondió con inédita firmeza: “¡Influencer!”. Superado el shock, el padre intentó hacerlo reflexionar, según los mandatos de la escuela coleguista de la que formaba parte. El amor incondicional y la tolerancia sin límites como antídoto contra la tiranía: “Tommy: influencer no es ningún trabajo, sino una afición”. La perorata duró un rato en ese tono pausado y conciliador que gastaba el padre. Como argumento final, Tommy le mostró un reportaje de una revista de tendencias sobre lo que pagaban las marcas a los iniciados solventes. Había subrayado las cifras con un rotulador verde fosforito. Mil euros por una foto en Instagram; 560 por un tuit. Esa misma noche, después de cenar, el padre lo ayudó a abrir un canal en YouTube. ¿Tenista, futbolista? Quia. Su hijo sería influencer.   



         

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