Jonás, negociante de aguas // #CuentoTallaS



Cenagoso. Fue un tiempo muy feliz que duró relativamente en un negocio tan cenagoso como el de la hostelería. Crear una moda –tendencia, dicen los especialistas en naderías, capaces de textos vacuos disimulados con purpurina– es caro y necesita de tiempo y de marquetinianos audaces. El gintónic es la prueba de cómo una bebida asociada a los vasos de tubo, las luces sucias y los viejos pubs con barras acolchadas y claveteadas ha remontado y vivido una inesperada y sorprendente edad gaseosa.


Tintineante. Otras bebidas han intentado seguir el tintineante camino de cristal abierto por la ginebra y, pese a los anunciados renacimientos, jamás han desfilado entre cubitos grandes, semillas de cardamomo y cucharas con mango de serpentina. El mundo de Jonás es otro, más saludable y, oh, paradoja, base de las bebidas alcohólicas premium: el de las aguas gourmets. Premium: qué gran palabra con tan poco significado. El que la usó por primera vez era un genio. La gente lee o escucha premium y se imagina propulsada a una clase superior. Premium significa distinguirse en los lineales del supermercado y enriquecer, aunque sea con un único producto, una cesta de la compra construida con descuentos.


Carbónico. Jonás siempre ha agradecido a las compañías generales de agua la mediocre calidad de lo que mana por las tuberías. Abrir el grifo es liberar una sustancia desagradable, sin duda, higiénica, pero que apetece poco beber. Sabor a metal, a cloro y al cansancio de transitar por tubos kilométricos. En contados lugares el agua va de la espita a las jarras de cristal. Al principio, su comercio era el del agua depurada, que prometían de manantial pero que provenía de un río y a la que se añadía gas carbónico para aparentar inexistentes propiedades medicinales. Pasar de lo común a lo extraordinario lo consiguió gracias a una botella garrapateada por un diseñador célebre. Coincidió la notoriedad de la operación con las primeras cartas de aguas en los restaurantes, que defendían los sumilleres húmedos de gozo como si se tratara de líquidos procedentes de la primera glaciación y a cuya prosperidad contribuyó Jonás con un entusiasmo sin desmayo, gota a gota.


Artesiano. El siguiente paso fue la especialización, y la excentricidad, ya como distribuidor. Mercadeó con botellas exclusivas procedentes de los más caprichosos destinos. De glaciar, de lluvia, de oasis, de pozo artesiano, de volcán apagado, de niebla, de mar filtrada. En aquel tiempo glorioso, que ya pasó, los sumilleres exponían a los clientes las virtudes del H20 excepcional que –aunque estaba formada por la misma molécula que la corriente– vendían a precio de obra de arte pequeña. Le atraía en especial la procedente del desierto porque exprimir aquellos lugares en los que se pasaba sed era de un mérito perverso.


Ósmosis. El primer paso hacia el hundimiento fue la llegada del sistema de ósmosis a los restaurantes, que además comenzaron a chulear a Jonás con botellas con rótulos mentirosos: Agua acabada de hacer o agua de kilómetro cero. ¡Cómo podían tener tanta jeta, si aquello manaba desde grandes distancias! Los antiguos aliados se convirtieron en los enemigos. Los sumilleres volvieron a concentrarse en los vinos ante el alivio de los clientes, a los que dejaron de importunar con varios juegos de cartas.



Secreción. A punto de abandonar por sequía de ideas, se le ha ocurrido envasar una secreción íntima. ¿Cuánto está dispuesto a pagar el mercado por un litro de lágrimas? Ha tardado en llenar el recipiente: ha tenido que provocar muchos disgustos para recoger la savia amarga con un embudito. Un litro de lágrimas solo se obtiene siendo la peor de las personas. Al final se ha quedado solo, abandonado por ser el causante de un inmenso dolor. Desesperado, ha abierto la única botella del mundo con agua de lágrimas. Ha dado un trago y, esperando encontrar algo sublime, solo ha sido capaz de notar la sal. 



        

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