El asesor del alcaldable // #CuentoTallaS
Genealogía. Al asesor lo llamó un empresario conocido
en nombre de otros empresarios, que preferían la discreción del reservado y la
pantalla del humo de los puros. Se trataba, dijo el empresario que actuaba como
portavoz, en trazar una estrategia para expulsar del Ayuntamiento de Barcelona
a aquella alcaldesa sin genealogía política, aupada por el pueblo inconsciente
y de izquierdas, y sustituirla por un patricio, por un lobo amamantado por la grandeur,
ex ya de casi todo, ex diputado, ex primer ministro de Francia, ex ministro del
Interior e, incluso, ex alcalde, un purasangre entre acémilas. Aficionadas, no,
argumentó, queremos a hombres solventes y, sobre todo, previsibles. La
política, siguió, la hacen los hombres predecibles, y de orden.
Envergadura. Un francés, por supuesto, aunque nacido en
Barcelona. ¿Acaso los barceloneses, como los bilbaínos, no nacen donde les da
la gana?, ¡este ni siquiera ha tenido que nacer en París!, expresó aquel hombre
cuyo nudo de corbata era de la envergadura del puño de un niño. Por lo tanto,
legitimado para ser la primera autoridad de la capital, según las leyes
europeas y el concluyente apoyo de unos empresarios no necesariamente catalanes
aunque definitivamente influyentes. La alcaldesa era un estorbo para el
progreso, el crecimiento y cualquier deseo o necesidad que ellos tuvieran y que
ella, activista al fin y al cabo, no estaba dispuesta a resolverles.
Transnacional. El consultor aceptó porque la bolsa de oro
pesaba y porque a su currículo le faltaba un meteoro transnacional. Tenía unos
meses para cubrir con una capa de barcelonismo al extranjero y que aunque no
fuera demasiado gruesa, pudiera resistir los golpes. Tampoco el adiestrador era
un conocedor de Barcelona, habitante de otra metrópoli, pero si la inopia no
era un obstáculo para el candidato, ¿por qué para él?
Trabuco. Estudió qué significaba ser barcelonés y dudó sobre la idoneidad
del sombrero de mexicano, pues le dio la impresión de un retroceso en el uso de
la prenda. Convenció al candidato a ir a la Sagrada Familia a estrechar manos,
sabedor de que se trataba del monumento más visitado, aunque su sorpresa fue la
ausencia absoluta de nativos. Convocó a la prensa en uno de los restaurantes de
la Rambla para hablar de la degradación del espacio, los invitó a comer y al
pagar casi se dejó medio presupuesto de la campaña porque los precios de la
zona habían sido escritos con el trabuco.
Orografía. El asesor convenció a la nueva-vieja
estrella de alquilar una bicicleta y demostrar su buena forma, aunque al
alcaldable casi se le escapó un pulmón al menospreciar la orografía de la
ciudad, en gran parte montañosa. Durante una entrevista de radio quisieron
saber si le gustaban las bombas de la Barceloneta y se declaró un hombre de
paz. En la televisión, le preguntaron por el barrio de Verdún y, al desconocer
su existencia, pensó que la conversación se ensangrentaba con la batalla de la
primera guerra mundial entre el ejército francés y el alemán que dejó 250.000
cadáveres en el barro. Se mostró a favor de los taxis y se cabrearon los cabify
y cuando apoyó a las multinacionales de la (supuesta) economía colaborativa le
picaron las avispas negras y amarillas. Lo invitaron a una recepción municipal
y el consejero le recomendó un turbante y un sherwani a lo Bollywood en
homenaje a la población del subcontinente indio. Después de aquella noche
ridícula y violenta en la que los pakistanís creyeron que se burlaba de ellos,
el asesor fue despedido.
Dulcificar. Lejos de hacer el caracol, el experto en
asesoramientos salió a la búsqueda de un nuevo cliente. Lo encontró de
inmediato, con la ayuda de otro grupo de presión. Esta vez se trataba de
dulcificar el carácter de un ex presidente que alguna vez tuvo bigote con el
objetivo de que volviera a la vida pública. De nuevo, le pareció posible.
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