Los invisibles // #AlertaUltra (y 2)




[#CuentoTallaS]


Los politólogos, esos adivinos del presente, no atinaban a entender por qué en aquel pueblo había ganado la extrema derecha de una forma avasalladora. Ciertamente se trataba de un área que acogía –de mala manera– a un gran número de inmigrantes, mano de obra barata que posibilitaba que muchos propietarios tuvieran un modo de vida confortable: casas en ese estilo arquitectónico aberrante que favorecía el dinero sin gusto, coches del tamaño de portaviones y con prestaciones de balsa porque los usaban para cortas distancias. La conclusión a la que llegaban los estudiosos de aquella demoscopia gripada era que los forasteros irritaban la mucosa de la sociedad y que por eso los ultras crecían con la impunidad de las setas tóxicas.

De ser cierta la reflexión –probablemente lo era–, ¿cómo se entendía que los señores alancearan a sus propios criados? No los querían pero los necesitaban. Entonces, ¿por qué votaban a una formación ultraderechista que prometía expulsarlos? Qué locura bipolar. ¿Qué sentido tenía eso? De conseguir llegar al gobierno de la nación, los neofascistas cambiarían las leyes para que la xenofobia –fobia al extranjero– dejara de ser una lacra contra la que luchar para pasar a ser un término entusiásmico. La definición de xenofobia era corta como la cola de un bulldog: solo hablaba de extranjero, sin atribuirle color ni dotación económica. Nadie odiaba a un suizo ni a un canadiense.

La localidad se amontonaba como una floración de cactus en el desierto: austera, áspera, puntiaguda, incómoda. La atmósfera era canela por el polvo en suspensión. Alrededor del poblado del Oeste, los invernaderos, kilómetros y kilómetros de plásticos –suficientes para hacer millonarios a los fabricantes de polietileno– bajo los que crecía una ubérrima huerta con goteo en las venas. Había que imaginar el sándwich: arriba, el gris plastificado; en medio, el verde; debajo, el siena del arenal. Ese negocio asfixiante –los toldos multiplicaban el agobio del páramo– necesitaba de obreros conformes y la docilidad solo surgía si el optante a la plaza estaba desesperado. A muchos capataces les convenían los simpapeles porque los podían exprimir, pagarles sueldos mínimos, doblegarlos con un simple dedo y la amenaza de no volverlos a coger, sin temer a los sindicatos ni a la dignidad ni al orgullo.

La población se dividía en varios grupos sociales: los propietarios, chicos, medianos y grandes; los asalariados nativos que no había alcanzado la categoría de dueños y acusaban a los forasteros de birlarles el trabajo (que ellos –¡ellos!– no harían a cambio de sueldos de mierda y culpaban al extranjero de los bajos precios en lugar de a los explotadores), los inmigrantes envueltos en desesperación y los que se alejaban de los plásticos como los demonios del agua bendita.

Llegados a este punto: ¿qué querían los propietarios, los chicos, los medianos y los grandes? Que los forasteros se esfumaran. A diario escuchaban a sus convecinos decir: “Es que no se puede salir a la calle cuando se hace de noche. Lo ocupan todo, están por ahí tumbados. ¿Qué creen, que son los dueños de las calles?” o “Viven de los subsidios, reciben todo tipo de ayudas y colapsan la sanidad”. Esos mismos comentarios los soltaban a los periodistas que se acercaban al pueblo para comprender por qué habían votado en masa a una formación de extrema derecha.

Los terratenientes reunieron a los líderes de la comunidad de emigrantes en un salón de bodas de las afueras. “Queremos que os volváis invisibles”, les comunicaron. Los convocados no comprendieron el porqué de la exigencia. “Es muy sencillo: molestáis. No os queremos ver. Tenéis que desaparecer. Quien quiera ser contratado, tendrá que ocultarse cuando no esté trabajando. Desapareced de las calles. Camuflaos”. El jefe del partido de la ultraderecha felicitó a los notables por la iniciativa: se trataba de sacar el máximo provecho de aquellos desgraciados sin que su miseria les ensuciara la vista. Los fachas y los empresarios se felicitaron por haber acabado con el racismo.





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