Restaurante Nublo // Haro / La Rioja / Noviembre del 2021

 
























Las nubes arden en el fuego de Nublo



En la entrada del restaurante Nublo, en Haro, La Rioja, un verso del poeta mexicano José Emilio Pacheco: “En un mundo erizado de prisiones / solo las nubes arden siempre libres”. 

Está escrito en el suelo, con el contrasentido de que hay que mirar hacia abajo para leer sobre el cielo. El poema sigue y, serpenteante, conduce al comedor, un patio bajo un lucernario en esta casona del siglo XVI. El edificio, se verá después, es un actor fundamental.

El poema de Pacheco fue idea del diseñador Santos Bregaña, tal como explica Miguel Caño (“quería como un camino de migas”), cocinero y copropietario junto con Dani Lasa y Llorenç Sagarra, tres ex Mugaritz, hacedores de Imago, empresa desde donde construyen y asesoran restaurantes.

Fue también Santos el inspirador del nombre y Miguel quien cuenta el por qué: “Nublo es un palabro en desuso que empleaban los agricultores cuando se acercaban nubes”.

Las campanas tocaban a tentenublo para alejar el granizo cuando la uva estaba en sazón. La uva también como imago. De esa larva volará el vino.

Este es un lugar de voluntarias renuncias.

No a la electricidad, no al gas, aunque parcialmente: energías exiliadas a la cocina de producción para preparar la comida del personal y algunas elaboraciones.

No al carbón, sí a la leña de roble, haya, encina, cepas y sarmientos.

“La autolimitación como herramienta creativa. Si te obligas, salen ideas”, concentra el chef. 

¿Es posible buscar la involución para evolucionar? Venimos de una revolución inacabada y regresamos a la rueda y a la hoguera, si bien fuera de la vista, aparatos para la baja temperatura y texturizantes como el kuzu: entendámoslos como un puente.

Dominando Nublo, un horno levantado por Manolo y Benito, de Toledo; una parrilla y una cocina económica, locomotora de hierro. Es la tecnología que mira atrás para ir hacia delante.

Este edificio a dos pasos de la plaza de San Martín fue palacio del gobernador, cárcel, ayuntamiento y parte de la memoria de Miguel, con el bar Los Caños, propiedad de su familia: “Hui de aquí con 19 años y he vuelto”. Si pudieran hablar las piedras, escucharíamos un podcast de siglos.

No han disimulado la ruina, sino que la han enmarcado.

Esas paredes sin trampa albergan platos austeros, evocadores y complacientes: la patata deshidratada (con yema) que tira de aquella que se asaba entre rescoldos, el tartar de cecina (oreada y ahumada en la casa), atún y grasa; la corteza suflada de cerdo con tripa de bacalao al pilpil (mil me comería); la ostra a la brasa, caldo reducido de ternera y limón quemado; los rebozuelos sobre sartén de hierro fundido y servidos con gel de jamón (¡más jamón!), la lubina con la piel crujiente sobre la parrilla (y con una bandejita con hielo encima para proteger la carne blanca del calor) y las espinacas ahumadas en un colador y después pilpileadas; la falda de cordero tostada en lenta cocción bajo la bóveda de ladrillo y las texturas de leche con un helado del maestro Fernando Sáenz.

Aparto dos servicios: el del pan y la mantequilla con ceniza, ambos, caseros, peligro para los adictos a la miga, y los ñoquis con suero de leche e infusión de hoja de higuera, donde Miguel y sus socios, y Caio Barcellos como jefe de cocina, escriben el camino por donde avanzará este jovencísimo Nublo.

El palacio fue parcelado y atomizado en viviendas. En muchas duermen cocinas económicas en desuso pero que alimentan discursos.

Los artesonados negros también merecen consideración: “Había estancias con los techos quemados. Preguntamos a un historiador y nos dijo que para calentar encendían fogatas en las esquinas de las habitaciones”. “Fuego, humo, claroscuros”, de esa forma enumera Miguel cuando las nubes estaban en el interior.




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