El restaurante de la semana: Neri
[Benito Iranzo dejó Neri y cocina en el restaurante En Boca, en Parets del Vallès]
Canelón de arroz
Tengo una relación íntima con el
arroz desde la niñez, así que cuando leo las cinco letras me debato entre el
deseo (voraz) y el rechazo (prudente).
Una gramínea en medio de una degustación
es como el granizo: repentino, violento, lo llena todo. Me tienta, peco y sé
que después del plato total, lo demás será comido por deferencia hacia el
cocinero, con desgana.
Cuando vi el pedrisco en el menú que
había decidido Benito Iranzo (Mollet, 1972) bajo el nombre de arroz de gambas, las ganas eran pocas.
Imaginaba una densidad roja y de larga digestión. Erré porque fue una propuesta
magnífica y refrescante en una especialidad donde domina lo rutinario y torpe.
Pensé en otros cuya concepción me atrapó, como los trabajos con el socarrat de Raúl Aleixandre, Quique
Dacosta, Paco Pérez, Jordi Jacas o los hermanos Torres.
En el fondo del plato, Benito
disponía el carpacho de gambas, lo cubría con el arroz y le daba forma de canelón. Crujiente el interior, baboso el exterior.
En la mesa, un camarero
lo completaba con un caldo atómico, que circundaba el tubo como a una isla.
Era
muy bueno, aunque para no abochornar a la pobre gamba desnuda, la potencia del
sofrito, perfumado con piel de naranja, tendría que ser de menos megatones.
Lo
comí despacio, alternando con sorbos de Geum 2011, un tinto de peso pluma.
“Es una cocina de temporada con
pequeños toques creativos que respeta el producto”.
A los cocineros siempre les
agobia definirse: Benito no fue una excepción. Supe sacarle algunas cosas.
Que sus padres habían tenido Les Pruneres, restaurante de Mollet donde alimentaban a 150 personas por servicio (“somos de Teruel y mi madre bordaba el ternasco al horno”). Que en Gallecs el payés Raül le plantaba las verduras, los microvegetales y las legumbres, entre ellas, unes mongetes del ganxet de alta costura y que sirvió con jamón ibérico como aperitivo. Que a diario metía la nariz en la Boqueria y que con esa inspiración y cesta decidía el menú de 22 euros.
Desde una silla aterciopelada admiré los muros medievales sobre el que se levantaba el hotel. Al otro lado del cristal, la plaza de Sant Felip Neri, que habían heredado los turistas por las prisas de los barceloneses.
Me alegró encontrar a Chema Alpuente, ex
propietario de Libentia y segundo de sala, que dirigía Montse Balgefó.
Me encomendé a ambos, que me fueron
trayendo los platos tranquilos, sin estrés. Las virtudes de la plaza y su
silencio y contención tenían afinidad con lo comestible.
Jugosas navajas con
cítrico y alga codium. Lenguado con un caldito ligero de puerro y sobresaltado
con el ajo negro.
Lomo de cordero, colmenillas, cebollitas y puré de patata a
la mostaza (qué rico), emplatado a lo
Iranzo, distribuido en tres bocados.
Me excitó el granizado de cítricos y
me calmó el bavarois de Baileys.
Mi
mayor objeción fue a los espárragos con vinagreta de trufa de verano,
amenizados con dos polizones, el oro y el químico
aceite de trufa. El espárrago no necesitaba de esos supuestos lujos para brillar.
El canelón de arroz era el más
reciente pilar del Hotel Neri. Ni medieval ni gótico.
Una columna
contemporánea.
NERI
Hotel Neri
Sant Sever, 5
T: 93.304.06.55
Menús: 22, 37 y 60€.
Precio medio (aprox):
50€ (sin vino)
PICA-PICA
Atención: a la sal de
Kalanamak del aperitivo, que sabe a huevo frito.
Recomendable para: los
que se embelesan con los hoteles cucos.
Que huyan: los que se
sienten a disgusto en los ambientes refinados.
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