San Sebastián para turistas británicos
[Hace un año, la revista británica Chef Magazine me pidió un texto para la contraportada. Fue escrito, enviado y publicado. Nunca lo pagaron. Me comuniqué con ellos decenas de veces para el cobro. Sirva esta introducción como advertencia para futuros incautos]
Letter from San Sebastián
San Sebastián se precia de ser la población con más estrellas Michelin por metro cuadrado del mundo, aunque ese entusiasmo hay que helarlo con un par o tres de cubitos de hielo pues el récord corresponde a la aldea de Bray-on-Thames, cerca de Londres, con 4.600 personas, donde dos triestrellados compiten en un territorio tan pequeño como una salita de estar.
Sin embargo, el
mérito de San Sebastián es enorme y pasmoso porque en torno a una población de 180.000
personas orbitan tres triestrellados (Arzak, Akelarre y Martín
Berasategui) y un biestrellado (Mugaritz), además de
establecimientos como Zuberoa o Elkano que han elevado la
actividad de comer a culto politeísta.
La parrilla de Elkano, en Guetaria, es uno de los últimos lugares de la Tierra en el que unos rodaballos gigantes son ritualmente posados sobre las brasas para un tormento que da gran placer a los gurmets.
Los
asadores y las sidrerías son el último refugio de los comensales libres, el
viaje de retorno a los orígenes de la gastronomía, al fuego y al sílex. Enfrentarse
a la txuleta del asador Portuetxe es regresar a aquellas jornadas
de caza y a las bestias antediluvianas. Chuleta madurada de vaca vieja, carne
de color del hierro, asada con bravura y servida con sal gruesa. Toma el
cuchillo y come.
¿Por qué una capital pequeña sostiene una elite de restaurantes
situados en los puestos de honor de la lista The World’s 50 Best Restaurants (Mugaritz,
tercer puesto; Arzak, octavo)? Porque la relación de los vascos con la
comida es la misma que la de los nortamericanos con el mando del televisor: muy
íntima.
Existen grupos de hombres –y solo hombres– que se reúnen en clubs
privados llamados txocos para un deporte extremo: guisar grandes
cazuelas para banquetes con testosterona y brindis con txacoli (vino
blanco). Y pese al regusto machista del txoco, la figura de la amatxo
(madre) es grande en la sociedad vasca y recae sobre ella el peso de una cocina
amable, comprometida, cotidiana y guisandera. Recuerdo una comida reciente en
un domicilio particular de San Sebastián en el que la cocinera sirvió un txipirones
en su tinta que dejaron huella o mancha. Fue una escritura bella, densa,
profunda.
La ventaja de la población cantábrica es que para conocer su alma
no es necesario sentarse en una de las mesas notables, sino callejear por el
Casco Viejo tras el rastro de los pintxos, que si en su origen fue un
trocito de pan y algún producto pinchado con un palillo –tortilla, champiñon,
merluza– para facilitar la ingesta de zuritos (vasitos de cerveza), hoy
es un ejercicio de imaginación y destreza culinaria.
La recomendación es la paciencia y la habilidad para moverse entre las
multitudes. De no ser portador de ninguna de esas dos virtudes no es necesario
acercarse a Ganbara, pero si sabe moverse en una melé de rugby, esta su
barra. Atento a cuando comiencen a salir los pintxos calientes (tartaleta
de txangurro, hojaldre de txistorra) para placar al portador. No
tire los palillos ni los utilice como arma: servirán como recordatorio de lo
consumido para pagar la cuenta. De no disponer de habilidad para el cuerpo a
cuerpo, mejor refugiarse en el restaurante del sótano y pedir, si el billetero
es suficiente y estamos en temporada, unas angulas, los alevines de la anguila,
plato infanticida.
Otros establecimiento para el tapeo convencional son La Cepa, Bergara
y Astelena. En La Bodega Donostiarra es imprescindible dejarse
atravesar por una Gilda, que recuerda el ardor de Rita Hayworth: guindilla,
anchoa y aceituna . Muy cerca, Bodegón Alejandro y Ni Neu, en el
edificio del Kursaal, arquitectura de rompeolas, que forman parte del Grupo Ixo,
propiedad de Andoni Luis Aduriz, el maestro de Mugaritz, en Errenteria.
Asistir al talento creativo de Andoni, punta de lanza del movimiento
tecnoemocional, es hacerlo con la boca abierta, dejándose impregnar por una
cocina compleja que se dirige tanto a la cabeza como al corazón, que indaga en
el placer mental y en el emocional.
Sin salir del circuito del pintxo ni de los callejones de la
parte vieja, dos propuestas moderadamente creativas, A Fuego Negro y La
Cuchara de San Telmo. El primero revisa y propone nuevos clásicos que
pueden ser consumidos sentados y sin necesidad de palillo: la oreja escabechada
con mole helado o la hamburguesa radical McKobe. Es como entrar con txapela
(boina tradicional) y salir con una de esas gorras de béisbol dos tallas mayor.
La Cuchara de San Telmo vuelve a desafiar las leyes mínimas de la comodidad.
Apretados y sudoroso como remeros en una trainera, los clientes soportan comer
de pie y con los codos apretados al tronco, si bien platillos como el fuagrás
con compota de manzana y la carrillera de ternera al vino tinto parecen
justificar esos vaivenes de acordeón.
Entre la calle y los comedores ceremoniosos hay una conexión, la pastela
(pastel) de merluza del Astelena que Juan Mari Arzak (Arzak) transmutó
en 1971 en el celebérrimo pudin rosado de cabracho, una de las receta más
reproducidas en los hogares españoles a finales del siglo XX y probablemente la
única propuesta de alta cocina consumida sin modificaciones de manera doméstica.
Juan Mari, así como Pedro Subijana desde el monte Igueldo en Akelarre,
son una rareza antropológica en el cuadro de honor de los grandes cocineros
europeos. Fundadores de la nueva cocina vasca, inspirada en la nouvelle
cuisine y adaptada al temperamento local, han rehusado comportarse como
jubilados, viejas glorias o rehenes de la memoria y siguen empeñados en la
creatividad y el riesgo. Elena, la hija de Juan Mari, reconocida en Londres
como mejor cocinera del mundo, rejuvenece la casa centenaria y esta
comprometida con el glorioso tránsito del establecimiento por el siglo XXI. El
rape bronceado (¡sí, cubierto con bronce!) dan fe de ello.
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