Enjaulado en una luz
RATONAR. Estoy en la librería de unos grandes almacenes preguntando
por una novela. Hay dos dependientas: una busca en el ordenador mi petición; la
otra atiende a un hombre, a punto de pagar un volumen. En realidad no está a
punto de pagar un libro, sino un cuerpo sangrante y mutilado, aún supurando
horror después de 90 años: Mein Kampf, Mi
lucha, esa repugnancia que vomitó Hitler. No sé si es una edición comentada
o algún saldo con las esquinas ratonadas. Escuchar decir Mein Kampf, nombrar a Hitler y vincularlo a un acto libre y
cotidiano –entrar en una librería, comprar un libro– da escalofríos, incomoda;
y el día de verano, que era límpido, se ha astillado en cristales rotos.
pistola. ¿Me sentiría mejor si estuviera prohibido, si en esos grandes almacenes una de las mujeres le hubiera dicho al hombre que ellas no despachaban porquerías? De ninguna manera. La democracia permite que una infamia como Mi lucha pueda ser adquirida, si bien sería recomendable que la versión estuviera contextualizada, que se tratara de una edición crítica, que un especialista contara el porqué del mal, además del quién. Venderlo a pelo, en su crudeza, es depositar una pistola sobre un mostrador. Contemplo la compraventa junto mi hija, a la que tengo que explicar por qué asistimos a un momento desasosegante. Todo a nuestro alrededor parece normal, excepto que alguien transporta un arma en una bolsa de plástico.
quemar. Una de las –muchas– diferencias entre los nazis y nosotros es que no quemamos libros. Ni el de Hitler. No daría un buen fuego.
quirófano. Pocos días después, me encuentro en la habitación de un hospital. Es la una de la madrugada y estoy solo. Intervienen de urgencia a la mujer que quiero. Me he despedido, torpemente, a las puertas del quirófano. El camillero, bienhumorado, bromea para relajar: “Esto es como en las películas: hora de decir adiós”.
angustia. Cargo su bolso, y su ropa y un libro en una bolsa de basura azul que me ha entregado una enfermera. La angustia se abre paso por mi cuerpo como una grieta. La planta quinta duerme. La habitación 529 me recibe a oscuras. Hace frío. Apago el aire acondicionado. El frío permanece dentro de mí.
solidaridad. Enciendo una lámpara de pie y me siento en una silla. Hay una butaca, pero elijo la silla. Necesito estar incómodo. Debo estar incómodo por una solidaridad idiota. Se trata de mi parte de sacrificio.
consuelo. Bajo la luz, recogido, en ese espacio delimitado, leo. Me entretengo con un libro. Aparentemente se trata del mismo objeto –un libro– que nos violentó en los grandes almacenes. Cubiertas, lomo, hojas. Contenido. El contenido es otro. La voluntad del escritor es otra. El libro me consuela: no lo que dice, sino lo que es. Me consuela en cuanto libro. Me consuela la historia que narra porque no tiene nada que ver con mi realidad, con la habitación, con el hospital. Enmarcado por la luz, dolorido en la silla, leo y leo, intentando comprender qué leo, porque la mente ha bajado dos pisos, junto a mi mujer en el quirófano.
madrugada. Pocas veces me he sentido tan solo. El mundo ha desaparecido y yo estoy sentado en una silla de castigo, bajo una luz que no abriga y un libro que da calor. Suena el teléfono. Suena el teléfono de madrugada y son buenas noticias: todo ha ido bien. Aún pasaran tres cuartos de hora antes de que la suban. Y sigo leyendo sin entender qué leo, pero sintiéndome a gusto con lo que leo, llorando hacia dentro.
exoesqueleto. En seis días he tenido dos experiencias con cosas similares que, en verdad, solo tienen en común el exterior, la carcasa, el exoesqueleto. Mein Kampf ha causado dolor, y destrucción: solo desde una perspectiva histórica –y médica: una vacuna contra la barbarie– es tolerable que se reedite. El otro volumen –del que me reservo el titulo porque se trata de un texto banal– me ha ayudado a soportar un trance, el paso de las horas, la soledad, la habitación en la que, como un pájaro, he estado enjaulado en una luz.
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