Las alpargatas de Julio















Fardo. Mi abuelo Julio fue el último alpargatero de Vila-real, en Castelló. A veces han utilizado en publicaciones locales una foto en blanco y negro para hablar de los oficios extinguidos: él con camisa arremangada, faja de domingo y pantalones –finitos, que parecen de vestir pero debían de ser de trabajo– sentado en el banco de madera mientras trenzaba una pieza. En sus pies, las alpargatas: suela de cáñamo, yute o esparto y cintas negras. Era el calzado de los obreros y los agricultores y los había fabricado a miles. Útiles, estrictos, básicos. Combinaba la manufactura de esas todoterreno con las alpargatas de fiesta o de paseo, en las que se permitía algún color.


Bonanza. En un cierto momento de bonanza convirtió la casa familiar, larga y estrecha, en una pequeña empresa con operarias, mujeres que lo ayudaban a coser con largas agujas capaces de atravesar el yute. En la entrada se llevaba a cabo la venta sobre un largo mostrador del que tengo poca memoria: lo sitúo en una fresca penumbra. En el interior, pasada la cocina, el taller y el almacén. En esa imagen antigua se lo ve rodeado de fardos de cuerdas y de suelas recién hechas, muy digno en su cabalgadura. Un aristócrata de lo manual y de los dedos largos y nudosos.


Aparejo. Converso con un cocinero de alto restaurante –también porque está en un mirador– sobre los clientes inquietos: “La gente se levanta 50 veces. Es desesperante”. Salen a fumar. Y algunos se evaporan como el humo. “A veces se largan”. Un simpa de tres estrellas. ¿El más sorprendente? En una ocasión, una pareja ¡con un carrito de bebé! No es fácil huir con tanto aparejo.    


Terracota. Recuerdo a mi abuelo al leer en un diario que la alpargata vuelve (¿sobre sus pasos?) y que en el mercado hay empresas que construyen fortunas sobre aquel recuerdo de la miseria, ligeras protecciones antes de que los payeses pudieran adquirir botas resistentes que los protegieran. Entro en las webs de esas compañías y los precios dan sudores: llegan a los 200 euros. Las de Chanel, 400. No sé si los nuevos fabricantes y los diseñadores de la ostentación –los emperadores con pieles de terracota que se enorgullecen de subirlas a la pasarela: Lagerfeld, Valentino, Óscar de la Renta– son conscientes del modestísimo origen de este calzado.


Platino. Lo que en 1950 –cuando en Vila-real había 23 alpargaterías como las de Julio Arenós Martí y tres fábricas– era barato, la mano de obra, hoy es la excusa para cobrar precios de implante de platino: quería saber a cuánto se paga la hora y qué parte del proceso es manual y cuál mecánico. ¿Tengo que suponer que si mi abuelo viviera ahora sería un magnate? La nostalgia y una engañosa recreación del pasado separan el origen rural de la espardenya de los glamures de este gaseoso y desnortado momento. Veo las cuñas asociadas a influencers –y otras palabras tan molestas como hacerse un peeling con papel de lija– y siento picores de esparto.


Pólvora. Suceda lo que suceda con el Estado Islámico, gana en márketing. Tomamos decisiones desde el miedo: si es recomendable viajar o no a ciertos sitios, si en ese estadio de fútbol estaremos seguros, si esa fiesta de la pirotecnia terminará solo con pólvora. Se atribuyen todas las muertes como si todos los asesinos estuvieran infectados con su tenia. Vivimos en un filme de miedo que no termina cuando encienden las luces.



Herencia. Como despedida de la profesión, mi abuelo hizo para cada uno de mis hermanos unas alpargatas. Las últimas. Las definitivas. El resumen de su arte. Casi sin estrenar, olvidé las mías a la intemperie durante una noche de verano. Por desgracia, llovió hasta ahogar ranas. Cuando las descubrí al cabo de unos días eran animales muertos y atropellados. El cáñamo se había deshecho, la suela se había abierto en ondas. Siento, mientras escribo esto, que destruí mi herencia sentimental. No sé si se lo dije a él, si lo supo en algún momento: entonces me consolé pensando que era un anticuado calzado de agricultor. Porque yo era un moderno idiota de 16 o 18 años.







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