Póker, tiburones y ballenas
febril.
Es difícil augurar cuánto durará el ardor por Pokémon Go, pero sí es momento de
decir que durante dos días pareció como si en el planeta no sucediera nada más,
ni matanzas ni golpes de Estado. La información siempre ha sido febril, pero
esta se ha acercado al delirio. Pedí a mis hijos que me lo enseñaran, saltó uno
de los bicharracos a la terraza, lo capturaron y dejó de interesarme. Soy
inmune al juego: me aburre sentarme unas horas frente a un tablero y a los
mandos de los videojuegos soy más torpe que mister
Bean al volante del mini.
pandemia.
A diferencia de otros fenómenos víricos, lo asombroso es la rapidez de la
pandemia: la peste amarilla se multiplicó a la velocidad que los virólogos
pronosticaron para la gripe A. Periódicamente, tememos que las nuevas
enfermedades se extiendan por la Tierra y nos dañen. Eso acaba de suceder con
Pikachu sin darnos cuenta.
azar. He
conocido a un jugador de póker llamado Àlvar, de 24 años, que ha terminado la
carrera de periodismo. Es listo y seguro y no teme al futuro: no ve el
horizonte como un filo de cuchillo. Casi cada día, a eso de las siete de la
tarde, Àlvar coge el autobús y se dirige al casino. Va a trabajar. Otras
personas de su edad ganan un sueldo –mientras piensan estrategias para
dedicarse a lo suyo– como camareros, dependientes, reponedores. Él es jugador
de Texas Hold'em y de Omaha, dos modalidades de póker. Un par de amigos le han
entregado un dinero para que lo multiplique. Juega para otros, y para sí mismo:
se quedan con el 50%. No le asusta perder. Según las matemáticas, según los
cálculos, si invierte un número determinado de horas, y con sus habilidades, al
final solo puede ganar. ¿Y el azar?, pregunto. El azar, en estos casos existe
poco, o no existe. La disciplina sustituye a la suerte. Él lo tiene claro. Yo
aún temo al azar. Sé que el azar es el elemento líquido de nuestras vidas.
delator. Me
llama la atención la naturalidad con la que afronta la tarea. Llega al casino
con bermudas, se pone los cascos y escucha a Amy Winehouse, lee Vida y destino de Vasili Grossman hasta
que le llega el turno. Se juegan varias partidas a la vez y hay que esperar una
vacante. Se sienta a la mesa y se trabaja las cartas. Sigue con los cascos: a
veces atiende el podcast del programa
radiofónico de Andreu Buenafuente y Berto Romero y en otras ocasiones a Los
Luthiers. Las risas discretas deben de desconcentrar a los contrincantes: es
otra forma de ocultarse. Mientras ríes disimulas las expresiones delatoras. Seguro
que está en desacuerdo con la interpretación
subacuático.
Me cuenta que hay una nomenclatura propia, una clasificación
subacuática. Están los tiburones, que son ellos, los que acuden de forma
profesional o semiprofesional. En torno a los escualos, las ballenas, esos
ricos, muchos extranjeros, que navegan con pesadez por el verde de los tapetes.
Se presentan ligeros y listos y son presas cargadas de grasa. Los puede la
arrogancia: creen que los veinteañeros como Àlvar son inexpertos. Las bermudas
y las barbitas a medio llenar les dan un aire inocente. Entre las ballenas y los
tiburones (llamarse balleneros sería exacto), los peces: “Malos, pero menos que
las ballenas”, aclara. Después de unas horas, y entrada la madrugada, coge el
bus nocturno. El chaval que acaba de levantar mil euros se monta en un
transporte público con la misma despreocupación que si llegara de tomar unas
cañas con los colegas.
enciclopedia.
Por segunda vez he encontrado cajas con enciclopedias junto
a los contenedores. Escribí un tuit: “En lugar de dejar la cultura por los
suelos, ¿por qué no la llevan a una biblioteca?”. Hubo algunas respuestas. La
más desconcertante, la del director de una biblioteca pública: “Mejor que no.
Hace años que se han retirado de las bibliotecas”. Qué pena, y desconcierto.
Seguro que habrá residencias de ancianos, bibliotecas de barrio o de escuelas
dispuestas a acoger a los exiliados.
boquear. ¿Qué
somos? ¿Tiburones o ballenas? Estamos destinados a boquear como simples peces.
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