Mi traje de Superman
Extraterrestre. Cuando se vistió de Superman, Adrián le dio las
gracias, esta vez, mentalmente a Daisy. La modista cubana con la que compartía
piso le había cosido un traje estupendo que se ajustaba a su anatomía, una
sucesión de bultos a años luz de los músculos de acero del extraterrestre del
planeta Krypton. Los suyos eran unos bíceps de chóped y, en la parte frontal,
una tableta de chocolate derretido. El primer uniforme lo había hecho él: nadie
le había enseñado el manejo del hilo y la aguja. Por edad pertenecía a esa
generación con las habilidades mutiladas por el sexismo. La madre se había
sentado con la hermana para enseñarle a mover la aguja de tricotar. Con eso
habían hilado, durante muchas tardes, una cálida relación. Él, hombre, había
sido educado sin obligaciones, como un príncipe. Príncipe con las coderas
remendadas, un inútil para lo cotidiano.
Calzoncillo. El disfraz con el que comenzó la carrera de héroe era
un desastre: había malcosido una S a un pijama viejo de color azul, conseguido
un calzoncillo rojo y pintado del mismo color unas botas de lluvia. La capa era
una tela anudada al cuello. Durante las semanas de prueba, recogió algunas
monedas por lástima, o porque alguien pensó que era otro trastornado que
acabaría estrellándose desde una ventana. Si quería ganarse la vida en la calle
–después de haber intentado encontrar trabajo como electricista, que había sido
su oficio durante una década– debía de ofrecer algo singular, y singular no era
sinónimo de patético.
Intemperie. Hacía un par de meses que residía con la cubana Daisy
y un senegalés, Moussa, con varios trabajos a la intemperie, que alternaba
según la policía empujaba más o menos: chatarrero y mantero. Moussa y Daisy
eran pareja y de ahí que el senegalés no conviviera con sus colegas. No tenían
hijos juntos ni por separado y pese a que destinaban dinero a las familias en
los países de origen les quedaba lo suficiente para mantener un micro piso de
dos habitaciones, una de las cuales alquilaban. Moussa y Adrián se habían
conocido en una acera. Uno vendía bolsos falsos y el otro imitaba a Superman.
Caracolillo. En esta nueva reencarnación, Adrián se untaba el pelo
con gomina y se retorcía un mechón hasta conseguir el característico
caracolillo. Daisy fabricó unos músculos con gomaespuma, que daban calor,
incomodidad compensada por el aspecto simpático y comiquero que aportaban al
conjunto. Lo mejor era la capa: con la ayuda de Moussa había metido unas
varillas en una doble tela y parecía como si estuviera a punto de alzar el
vuelo. Lo copió de la estatua del hombre que luchaba contra el viento.
Alfombra. En un momento saldría a la calle con la capa bajo el
brazo y una cajita para recoger el dinero. Daisy había enganchado, en la parte
interior de los pantalones, un bolsillo horizontal con cremallera para ir
metiendo la recaudación. Caminaría un rato y luego subiría a un autobús.
Tardaba una hora entre la vivienda y el lugar de la actuación, un paseo con
estatuas de verdad y de mentira, de trileros, de carteristas y de muchos
turistas con los billeteros y los culos caídos y gruesos. Durante el trayecto se
sentía observado y alguna vez escuchaba burlas: “Eh, Superman, ¿cómo es que vas
en autobús en lugar de volar? ¿Tú también estás en crisis?”. No se
acostumbraba. Era el tipo ridículo con caracolillo de folclórica y la ropa
interior por fuera.
Superhéroe. Para darse ánimos fue a la nevera, de cuyo uso le
tocaba un estante, donde almacenaba jamón dulce, queso en lonchas y yogures, y
miró la nota. La había escrito su hijo de 6 años. La letra ondulante y el
mensaje borroso en verde desleído de rotulador gastado. Adrián estaba separado
y su mujer tenía la custodia. Lo veía muy poco. El medio folio estaba sujeto
con el imán de promoción de una verdulería. Hacía 15 días, lo tuvo un fin de
semana. Compartieron la cama y Daisy preparó ropavieja. Después de hacer los deberes,
escribió la frase: “Mi papá es un superhéroe”. Por primera vez desde que estaba
en paro, Adrián sintió que podía volar.
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