La playa de octubre



Arenisca. A la mujer le gusta el hotel. Desde que se jubiló su marido, todos los años pasan 15 días de otoño entre estas paredes. La mayoría de clientes son de su edad: parejas de arenisca, a las que el tiempo va erosionando; y hay más viudas que viudos. Las señoras duran porque son Robocops: resistentes, invencibles, con esas prótesis que las ayudan a tirar –artilugios que también refuerzan el cuerpo de ellos.

Intimidatorio. Se ha levantado trabajosamente, ha ido al lavabo –ha cerrado la puerta porque después de 50 años juntos los ruidos del cuerpo humano aún son intimidatorios– y, al salir, ha levantado la persiana para despertarlo. Las habitaciones de este hotel, viejo y achacoso, sincronizado con la decadencia de sus habitantes, tienen persianas. Es algo excepcional. La mayoría de establecimientos recurren a las dobles cortinas que dejan pasar la claridad, esa luz que roba el sueño. Como cada mañana le dice al marido, aún en la cama: “Mira, el mar”. Y no es verdad. Sabe que el mar está a unas calles y que lo que descubre desde el balcón es otro hotel, que tapa otro hotel, que tapa otro hotel. Ella, que fue aficionada a buscar setas, entiende estas germinaciones. No ve el mar, pero lo huele.

Ganado. Durante el desayuno se ha enfadado con el marido. Cada día es menos sociable, más huraño. Se han sentado con otra pareja: los dos nuevos amigos son charlatanes y hablan de hijos y nietos como si no hubiera otros hijos y nietos. Ellos tienen una hija y un nieto y una nieta, y el marido es poco fervoroso al exponer sus virtudes. Él dice –se lo dirá luego, en la intimidad– que no quiere competir, que la familia no es ganado en día de feria. Ella, sin embargo, querría que sacase el genio, que se impusiera, que alabara lo suyo. Cuarenta años tras el mostrador de un ultramarinos –la palabra le gusta–lo han hecho manso.

Enojoso. Han paseado por la playa de octubre. Se han descalzado, la arena está fría. Ella ha recogido conchas con los bordes pulidos: se las regalará a la nieta. Con los zapatos en las manos se han sentido torpes. Las olas se encogen y se extienden entre la vergüenza y el descoque. Ella aún lo quiere. No se pregunta el porqué: sería triste, enojoso y complicado plantearse las razones. Ella aún lo quiere, y ya está. Han hablado poco. Se han ayudado el uno al otro sobre el inestable terreno. Siempre se han ayudado: es una de esas razones que se niega a pensar. Hace un sol desganado, un sol que se esforzó demasiado en verano.

Sal. La comida es mala, pero al menos no tiene que prepararla. Por el precio que pagan por los 15 días, ¿qué más quieren? Ni siquiera han sabido secar la lechuga, aguanosa. A los espaguetis con tomate les sobra tomate y les sobran espaguetis. Y les falta sal. Por indicación médica, en cada cumpleaños les han suprimido un poco de sal. Envejecer es desalarse.

Pasodoble. Después de la comida, la siesta y las actividades de tarde. Cartas, dominó, baile. Él nunca quiere bailar: ella se queja por eso. Prefiere los crucigramas al pasodoble. Pasodoble son nueve letras. Lo ve sentado en un butacón gris mientras ella baila con otra señora y siente una gran ternura por él. El cinturón demasiado alto, el pantalón demasiado alto. La cabeza gacha con la página de la revista de crucigramas cerca de los ojos. Parpadea y escribe.


Acelga. Ha pasado otro día. La sopa de verduras le ha dejado un gusto amargo: será por las acelgas. La cama está hecha: otra de las ventajas de los hoteles. Ella extiende la mano. No encuentra a qué agarrarse. Está muy cansada. Está sola. Robocop se siente desfallecer. Él murió el año pasado. Ha venido a esta playa de octubre, por última vez, en busca de algo. Algo que no ha encontrado. Abre la ventana, fuera está oscuro. Un hotel tapa otro hotel, que tapa otro hotel, que tapa otro hotel. Ella le dice: “Mira, el mar”.





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