La ilusión mata más que la gripe



El cierre de un restaurante es una noticia luctuosa y ni la competencia ni los sepultureros tendrían que regocijarse con ello: alguien dejará deudas y, a lo mejor, un fragmento del corazón. Este debería ser un artículo optimista y tendrá el tono desconcertado de las necrológicas.

Quien quiera abrir un restaurante que se lo piense muy y muy bien (otra vez, y otra vez). En el cementerio hay un montón de lápidas con una inscripción fantaseadora: «Tener un restaurante era mi sueño». Un mal sueño, probablemente. Negocio basado en lo perecedero, requiere de más números y estudios que para mandar una sonda a Próxima Centauri.

La buena noticia: Barcelona es una incubadora de nuevos restaurantes. La mala: muchos nacen muertos. La ilusión mata más que la gripe.

En la ciudad abren y cierran tantos establecimientos que lo único engrasado son las cuentas corrientes de los propietarios de los locales. Unos cuantos se están haciendo muy ricos –muy ricos– con unos alquileres que ya solo pueden pagar los jeques saudís.


Levantar la persiana es encender un puro con billetes.

Tampoco la burocracia es amiga de la gastronomía. Conseguir los permisos resulta más laborioso que cubrir con ganchillo la estatua de Colón.

Imaginemos que hemos sobrevivido al calvario (lo que nos ha dejado calvos), que el barrio es el adecuado (vaya, por la noche no pasa nadie), que los industriales han terminado la obra (con tres meses de retraso), que las compañías energéticas han cumplido (otro apagón: no hay suficiente potencia), que el equipo es profesional (acabamos de abrir y uno de los camareros ya no se ha presentado), que el cocinero/cocinera sabe lo que hace (estuvo en El Bulli, aunque solo día y medio), que la idea sobre la que se sustenta la cocina es aceptable (¿especialización, un-poco-de-todo, cocina catalana, cocina-de-cualquier-parte?), que los proveedores saben qué materiales manejan (¡os juro que es rabo de toro!) y pese a los obstáculos resueltos, acumulamos ceros día a día.

Porque en hostelería, además de hacerlo bien, hay que recordar que el azar es un socio.

Recientemente he comido con gusto en un par de restaurantes dirigidos por chavales: buena comida, buen precio, buena ubicación. En uno estaba solo. En el otro, con la compañía de dos comensales. ¿En qué fallan? No lo sé. He preguntado a grandes chefs y la respuesta ha sido poco esclarecedora. Lo siguiente es decidir si escribo o no sobre ellos. Sé que cerrarán, pero, honestamente, merecen una oportunidad. Sí, escribiré esas crónicas.

He descrito hasta aquí las turbulencias en los pequeños establecimientos, otrosí son las superficies promovidas por grupos de inversores en las que el decorador es la estrella y la cocina, una molesta excusa.

Son locales sin alma, que mutan pendientes de la tendencia más que de la lealtad.

Cerca de donde trabajo inauguraron un local consagrado al pescado frito, que a los pocos meses pasó a ser una exaltación del pollo. Puede que mañana vendan aguacates.

Si quieres abrir un restaurante, hazlo, pero prepárate a vivir de forma permanente en el centrifugado de una lavadora.






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