Restaurante Norte // Barcelona
Norte
Diputació, 321. Barcelona
T: 93.528.76.76
Precio medio (sin vino): 20 €
Diputació, 321. Barcelona
T: 93.528.76.76
Precio medio (sin vino): 20 €
La potente ligereza
Norte son Lara Zaballa y María González, seis mesas, una quincena de vinos y una quincena de platos, ocho años de fortaleza en una esquinita del Eixample. Solo la inteligencia culinaria permite sacar bocados con identidad de una cocina del tamaño de un párking de moto.
Casa de comidas –ese término humillado por los chefs presuntuosos–, ejemplo de resistencia en una ciudad que cada tres minutos abre un restaurante y que cada cinco cierra otro. Y eso que tuvieron el tropiezo de una bocadillería en Gràcia que casi acaba con sus finanzas y que supieron liquidar a tiempo.
De aquellas ideas panificadas queda el (buen) bocadillo de calamares (un punto subido de sal) con cebolla crujiente y mayonesa de ajo y perejil, y ese pan estupendo del Forn de Sant Josep, que puede llegar a la mesa tanto durante el desayuno como en la comida.
¿Quién decidió que el bocata está excluido de una carta de mediodía?
Los desayunos tienen fama, sobre todo, las tortillas de patatas. «Hago tres o cuatro, con ocho huevos cada una. Y cuando se acaban, se acaban», dice Lara.
Repaso las notas y leo enunciados sin atractivo para la nueva generación de chefs globalizados, es decir, adocenados, pero que a mí me ponen contento, fatigado por el 'kimchi' y la tostada de aguacate: sesos, tortilla de setas, puerro con vinagreta, merluza a la romana. «Sabores reconocibles, para todos», ofrece la cocinera.
Primera alegría: la sardina ahumada, mantequilla y pan, eslalon para monarcas de sangre azul, que eso debería ser considerada el pescadito.
Segunda alegría: los sesos de cordero rebozados, que la cocina del miedo ha hecho que desaparezcan de la restauración pública, aquí, con una salsa 'ponzu' que no pega con el espíritu del local y la elevación del localismo. En cualquier caso, buenos sesos y buen pensamiento, bien contrastado lo crujiente con lo blando.
Tercera alegría: la tortilla de setas, en esta ocasión, con 'ceps', 'rovellons', 'rossinyols' y 'llengua de bou', según lo que ha llegado al mercado. El huevo frito ha sido rehabilitado pero la tortilla sigue desnortada, tal vez porque la esponjosidad es difícil para los cocineros inhábiles.
Cuarta alegría: los puerros con avellana y vinagreta de mostaza. Buenos-buenos. Se desprecia el puerro por cotidiano y es de batracios hacerlo.
Quinta alegría: los vinos de María, sobre todo, el sorprendente Tuets, del viticultor Albert Domingo, uva parellada y con solo 10,5º (bravo). María sabe de lo arriesgado que es tener vinos naturales, pero sus clientes «los quieren». Los ha educado bien. Otra botella de aparente liviandad, el tinto Bastión de la Luna, con 12º, placer flotante de astronautas.
Sexta alegría: el arroz casi blanco –caldo de pescado de roca y cabeza de rape– con mayonesa de pimentón, grano 'rodó' de Pals, suelto, sabroso. «Sin sofrito, arroces del norte», suelta la cocinera. Y pienso en eso: en la absorción directa del 'fumet', por parte de la gramínea, sin la interferencia de aceites y rehogados.
«El norte», ha referido ella. Hasta ahora no habíamos hablado de geografía: María es vasca; Lara, gallega. El norte es un punto cardinal, y una nostalgia.
Séptima alegría: el rodaballo a la plancha, calabaza asada y mantequilla de cacahuete. Bien, pero por detrás de las otras alegrías, mejor trabadas.
Octava alegría: el pastel ('sablé' bretón) con los últimos higos. He comenzado y acabado con mantequilla, y tan feliz.
A Lara la limita el espacio. Comparte fuegos con Albert Cobo. Se mueven acompasados: de no ser así, estarían en un 'ring'. «Pienso en los platos con sentido práctico», reflexiona. ¿Que haría con más metros o más equipo? En cualquier caso ya no sería Norte. Ya no sería esto.
La potente ligereza: eso podría definir el lugar. En un mini restaurante, dos cabezas que piensan por diez.
Casa de comidas –ese término humillado por los chefs presuntuosos–, ejemplo de resistencia en una ciudad que cada tres minutos abre un restaurante y que cada cinco cierra otro. Y eso que tuvieron el tropiezo de una bocadillería en Gràcia que casi acaba con sus finanzas y que supieron liquidar a tiempo.
De aquellas ideas panificadas queda el (buen) bocadillo de calamares (un punto subido de sal) con cebolla crujiente y mayonesa de ajo y perejil, y ese pan estupendo del Forn de Sant Josep, que puede llegar a la mesa tanto durante el desayuno como en la comida.
¿Quién decidió que el bocata está excluido de una carta de mediodía?
Los desayunos tienen fama, sobre todo, las tortillas de patatas. «Hago tres o cuatro, con ocho huevos cada una. Y cuando se acaban, se acaban», dice Lara.
Repaso las notas y leo enunciados sin atractivo para la nueva generación de chefs globalizados, es decir, adocenados, pero que a mí me ponen contento, fatigado por el 'kimchi' y la tostada de aguacate: sesos, tortilla de setas, puerro con vinagreta, merluza a la romana. «Sabores reconocibles, para todos», ofrece la cocinera.
Primera alegría: la sardina ahumada, mantequilla y pan, eslalon para monarcas de sangre azul, que eso debería ser considerada el pescadito.
Segunda alegría: los sesos de cordero rebozados, que la cocina del miedo ha hecho que desaparezcan de la restauración pública, aquí, con una salsa 'ponzu' que no pega con el espíritu del local y la elevación del localismo. En cualquier caso, buenos sesos y buen pensamiento, bien contrastado lo crujiente con lo blando.
Tercera alegría: la tortilla de setas, en esta ocasión, con 'ceps', 'rovellons', 'rossinyols' y 'llengua de bou', según lo que ha llegado al mercado. El huevo frito ha sido rehabilitado pero la tortilla sigue desnortada, tal vez porque la esponjosidad es difícil para los cocineros inhábiles.
Cuarta alegría: los puerros con avellana y vinagreta de mostaza. Buenos-buenos. Se desprecia el puerro por cotidiano y es de batracios hacerlo.
Quinta alegría: los vinos de María, sobre todo, el sorprendente Tuets, del viticultor Albert Domingo, uva parellada y con solo 10,5º (bravo). María sabe de lo arriesgado que es tener vinos naturales, pero sus clientes «los quieren». Los ha educado bien. Otra botella de aparente liviandad, el tinto Bastión de la Luna, con 12º, placer flotante de astronautas.
Sexta alegría: el arroz casi blanco –caldo de pescado de roca y cabeza de rape– con mayonesa de pimentón, grano 'rodó' de Pals, suelto, sabroso. «Sin sofrito, arroces del norte», suelta la cocinera. Y pienso en eso: en la absorción directa del 'fumet', por parte de la gramínea, sin la interferencia de aceites y rehogados.
«El norte», ha referido ella. Hasta ahora no habíamos hablado de geografía: María es vasca; Lara, gallega. El norte es un punto cardinal, y una nostalgia.
Séptima alegría: el rodaballo a la plancha, calabaza asada y mantequilla de cacahuete. Bien, pero por detrás de las otras alegrías, mejor trabadas.
Octava alegría: el pastel ('sablé' bretón) con los últimos higos. He comenzado y acabado con mantequilla, y tan feliz.
A Lara la limita el espacio. Comparte fuegos con Albert Cobo. Se mueven acompasados: de no ser así, estarían en un 'ring'. «Pienso en los platos con sentido práctico», reflexiona. ¿Que haría con más metros o más equipo? En cualquier caso ya no sería Norte. Ya no sería esto.
La potente ligereza: eso podría definir el lugar. En un mini restaurante, dos cabezas que piensan por diez.
LO+
Que sean capaces de sacar platos redondos, y buenos vinos, en tan poco espacio.
LO-
La salsa 'ponzu', no por sabor, sino por discurso, y la sal de más en los calamares.
Que sean capaces de sacar platos redondos, y buenos vinos, en tan poco espacio.
LO-
La salsa 'ponzu', no por sabor, sino por discurso, y la sal de más en los calamares.
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