Restaurante Aleia // Barcelona / Diciembre del 2021
Aleia
Hotel Casa Fuster
Pg. de Gràcia, 132. Barcelona
Tf: 935.02 .00.41
Menús: 90 (mediodía) y 120 €
Hotel Casa Fuster
Pg. de Gràcia, 132. Barcelona
Tf: 935.02 .00.41
Menús: 90 (mediodía) y 120 €
Un pollo distinguido en Casa Fuster
A Rafael de Bedoya, jerezano, de 30 años, se le ve cómodo en este restaurante, Aleia, que fue la vivienda de la familia Fuster y, después, tantas cosas.
El continente influye en el contenido y en este cinco estrellas, Casa Fuster, es difícil que sus gestores abran un frankfurt –¿por qué no?–, así que los formatos siempre aletean hacia el tronío, como ya pasó con el ocupante anterior, el Panot de Marc Ribas, y como pasa en este Aleia de Rafael de Bedoya y que dirige el argentino Paulo Airaudo, con estrellas en San Sebastián (Amelia, con una segunda conseguida esta semana) y Londres (Da Terra). Precios, pues, con michelín: 90 y 120 euros.
Durante años, los cocineros foráneos, y reconocidos en sus territorios, dijeron «no» a las propuestas para instalarse en Barcelona, temor liquidado por Martín Berasategui, Gastón Acurio, Rodrigo de la Calle o David Muñoz.
¿Comí bien? Comí muy bien. Me pareció Rafa un joven talentoso, con buena escuela e ideas, mezclador de paisajes y tradiciones, con una cocina francoandaluza, que tiene que ver con la de Juanlu Fernández en Lú Cocina y Alma, donde estuvo al frente del equipo.
Influencia japonesa también de la mano de Paulo Airaudo, «y con guiño al producto de aquí». «Es una cocina sin etiquetas», dice, porque la maleta con la que carga lleva muchas pegatinas.
Catorce platos, con Catalunya insinuada en algunos: ostrón del Delta con 'gelée' de 'dashi', gamba blanca de Tarragona con rábano picante (el crustáceo se perdió en la crema: un asunto de proporciones), espinacas a la catalana para asentar el pichón y uno de los mejores 'mel i mató' que he comido, con miel de boniato.
La plaza que ocupan Rafa/Paulo es complicada puesto que los restaurantes de hotel tienen el hándicap de estar 'alojados' –escrito a propósito– en un alojamiento y con los precios que corresponden a su estatus administrativo.
Atravesar puertas, subir en ascensor, o por la escalera, entrar en una sala tan elegante como despojada –y me agrada que no sea barroca– con sillas de talle fino.
Vuelvo a mi posición, ante el mantel blanco, y con el servicio de vinos de Sergio Lieberman, con el que vamos de menos a más, con un champán que ni fu ni fa –Ernest Remy–, el sugerente Poil de Lièvre 2020, el seductor Tosca 2017 –que Mario Rovira, de Alella, elabora en Cádiz, como hecho a la medida de Aleia– y el sorprendente El Camaleón 2018, de la poco frecuente variedad romé.
Me agrada mucho una de las carnes, el pollo, también porque ese ave, Ciudadano Pollo, no forma parte del Club del Pico Noble: pulardas, capones, pintadas, becadas, faisanes o patos de sangre.
Un pollo distinguido en palacio: piel crujiente, alitas deshuesadas, yema confitada y el corazón, plato con corazón, pues.
Más platos con corazón: la croqueta de cogote de merluza (sin harina, excelente), la tartaleta con tartar de jurel y ralladura de mano de Buda (cítrico); otro tartar, este de calamar con consomé ibérico y flan japonés; otro crudo, el pez limón (demasiado frío) con infusión de tomate; más pescado, el salmonete a la brasa con gazpachuelo de anchoa y mejillones; el raro-pero-rico-caviar-aguacate-nata-quemada (la nata, buena, no necesitaba ni el aguacate ni el caviar) y el helado de chocolate blanco con tupinambo.
En el sexto paso, el pan de Triticum, dos mantequillas (tomate y aceite de oliva) y una caña con tuétano asado.
Podría haber titulado la crónica 'Bendigamos el pan'. Porque hice eso: consagrarlo con las grasas, con las mantequillas y la médula; y me tiré por ese placentero tobogán.
El pan como plato, con la relevancia que merece, no como acompañante sino como protagonista. Aleia, aleluya.
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