Restaurante El Celler de Can Roca // Girona / Noviembre del 2021

 







































El reservado aniversario de los Roca

 


Los Roca, Joan, Jordi y Josep, son tan discretos que su silencio produce ruido. En agosto del 2021, El Celler de Can Roca cumplió 35 años, que es ya una edad considerable para un restaurante, y solo los clientes que encuentran reserva, ¡tan difícil!, descubren la efeméride, que los hermanos festejan con 15 aperitivos con los que cuentan su historia, del bar de los padres con el canelón de la Montse al buñuelo de cangrejo azul que, además de sabor, guarda una reflexión sobre las especies invasoras. 35 años, recordémoslos, porque hay demasiados cadáveres frescos en las esquinas de la hostelería.

Es un trabajo de casa de muñecas, como si un científico loco hubiera aplicado un rayo reductor a lo roquiano. Cuando escucho describir los ingredientes pienso en un mecanismo de reloj o en los planos de un laberinto.

He comido en este restaurante –antes, pegado a Can Roca– de manera ininterrumpida desde otoño de 1997 y el reencuentro siempre es rejuvenecedor, aunque sea encapsulado: el áspic de escudella con verduras (comenzar con un caldito: bravo), el carpacho de peu de porc, la velouté de crustáceos con caviar o el turrón de fuagrás.

Repasando la carta, hay que aplaudirles lo mucho que han hecho por la cocina catalana, enrocados en el territorio y aupando proveedores, y el atrevimiento de desafiar lo convencional de los restaurantes pitiminís: riñón de conejo con mongeta. Riñón, ahí, en el centro, en la diana, para turbación de anglosajones y señoritingos.

Están en proceso de abrir junto a la heladería Rocambolesc, en Girona, una vaporería para echar a volar los brioches rellenos, tan golosos y adictivos, y unos baos con guisos, ¿y por qué no recuperar aquellos rocadillos salados para los que ingeniaron su propia sandwichera? El brioche con tartufo, creado en el 2009, es tan placentero como una siesta de domingo.

De Josep, Pitu, elijo el Domaine Armand Rousseau Clos St Jacques 2017, con un cupo de seis botellas anuales, lo que me convierte en un privilegiado. Es fácil enamorarse de este vino porque es fácil enamorarse de las cosas (muy) buenas.

De Joan, elijo el bitxo de Girona encurtido, pimiento trabajado de diferentes maneras y con diferentes manzanas y que es nexo de unión con el documental recién estrenado, Sembrando el futuro, en el que alertan sobre la pérdida de biodiversidad, van en busca de semillas olvidadas o casi extinguidas y ofrecen a su madre, Montse, Montserrat Fontané, el regalo de restaurar la casa en la que nació y también la memoria con una comida que habla del pasado para proyectarse en el mañana.

Dice Montse con gran emoción y conciencia: “Solo pido a Dios que me dé memoria”. Su madre, la abuela de los Roca, padeció alzheimer durante 12 años. Tal vez el mejor trabajo que estén haciendo los hermanos suceda lejos del mantel y el lujo, en los huertos donde pencan cinco agricultores y con un firme compromiso medio ambiental.

De Jordi, elijo la esfera de colores, rellena a su vez de mini pelotitas, caricia para su hija Queralt e inspiración de las piscinas de bolas que como padre tiene que tragar.  

En 1986, el primer servicio de El Celler tuvo cero comensales. La situación 35 años después es extraterrestre, con reservas a meses vista. Pregunto a Joan el porqué de la celebración con sordina y su respuesta recoge ese pragmatismo y sosiego tan característicos de la hermandad roquiana: “No hemos hecho ninguna fiesta de aniversario. Somos unos sosos. ¡Es que nos gusta trabajar y punto!”.

Hay más, por supuesto: montar una jarana a la altura de las tres décadas y pico les supone excluir a alguien, o a muchos, y la descortesía no cabe en su ADN. Esa desconsideración sería, además, ir en contra de uno de los principios sobre el que basan el oficio: la hospitalidad. Que bajo su techo nadie se sienta un extraño.

 














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