El restaurante de la semana: La Cuina d'en Garriga








El móvil se vengó comiéndose la foto de los macarrones. Lo castigué metiéndolo en el microondas. Las únicas imágenes que salvé fueron las de las patatas ratte y los huevos con botifarra del perol.

Yo había ido a comer macarrones.

La Cuina d'en Garriga, una tienda desdoblada en restaurante, la matrioska, con una tendera y restauradora donairosa, Helena Garriga. Su familia fabricaba sifón y ella ha heredado la burbuja.





La Cuina d'en Garriga
Dirección: Consell de Cent, 308. Barcelona
Teléfono: 93.215.72.15
Precio medio (sin vino): 20-25 €


Macarrones con velo




En Barcelona tienes más posibilidades de encontrar un oso hormiguero que un gran plato de macarrones.

Macarrones convulsos y con motitas de sarampión, recalentados, sobrecocidos, pastelosos, a toneladas; pero son escasas las pequeñas obras doradas, de crujiente superficie y fondo espeso y acogedor.


Escribo Fonda Gaig y y la tinta se seca después. ¿Hay más?

Una mañana, mi mente encendió sobre el lóbulo frontal la palabra 'macarrones' y cumplí el deseo en una de las mesitas de La Cuina d’en Garriga, colmado selecto desdoblado en restaurante, una 'matrioska': un negocio dentro de un negocio. Lechugas rozagantes y quesos que convertirían a Speedy González en un adicto espídico a la casa.

Con una copichuela del vino de de la 'maison', un Empordà sencillo que les embotella un gran viticultor, dudé con la coca con escalivada y anchoas, puesto que aunque aparecía en plural en la carta, tuve que conformarme con un filetito. Para mayor disimulo del salazón y las verduras horneadas, la cubrieron con verde, con rúcula y esas hojas pijas que parecen unidas en una conspiración verde. No era necesario. La escalivada es rústica y bella.

Pero vi la luz con los macarrones, de la marca Martelli, protegidos por una corona de tocino ibérico y un gratinado de queso comté, que me dieron varios minutos de placer –ya no aspiro a más en la vida– y la resolución de regresar para la crónica al completo. Fue en la segunda visita cuando conocí a Helena Garriga, propietaria junto a su pareja, Olivier Guilland, experto en márketing e ideólogo de la carta a lo 'bistró'.

Helena tiene salero y una manera inocente de mirar muy astuta.

Vivió 10 años en Nueva York asistiendo a divos de la moda, así que se perfuma con un buen gusto que traslada a espacios, compras y etiquetas.

Almacena ideas vermuteras para desarrollar en el futuro. La familia fabricó sifón –aquel antepasado farmacéutico– y al icono a gas se acoge como símbolo.

En la cocina-cajón, Jordi Rondón, un 'Hofmann boy', con un servicio sin pausa del desayuno a la cena siete días a la semana, lo que ocupa a 15 personas. Oiga, ni en Manhattan.

Se abastecen de algunas 'stars' del producto como Cal Rovira, que les sirve la butifarra, que emparedan entre dos tiras de patata ratte.

El pan es de Baluard.

La sardina ahumada de Wein & Umami.

Los quesos de una cooperativa de Lyón.

El tinto, Clos Dominic 2008, de Porrera, amén.

La cosa se puso seria e importante con los huevos de Vidreres con 'botifarra del perol' y patata confitada, que me gustaron más que el platillo estrella, lentejas con fuagrás y jengibre.

La ternera de Girona, que les sirve Deulofeu, de Santa Cristina d’Aro, es el argumento del jugoso tartar a cuchillo.

De postre, ante la contundencia de los pasteles, la profundidad del comté de 48 meses y un gruyère para aplaudir como pingüinos.


Pero sigo agarrado al velo prohibido de los macarrones.










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