Entre olas con colmillos
Alienante. A
punto de volar a Japón –lo hará a la mañana siguiente a las 10.00–, el cocinero
se explica: “Les encanta la novedad. Siempre están pendientes de lo último”. Su
misión será cambiar la carta de un restaurante de Tokio. “Se cansan enseguida
de las cosas y quieren algo distinto”. Les excita lo último: en tecnología, en
gastronomía, tienen un talento para adivinar qué comportamientos sociales llegarán,
alienantes o constructivos.
Curioso. Este
hombre trabaja para un establecimiento de vanguardia, alta cocina en una planta
baja. “Los japoneses son muy lentos comiendo. A veces tardan seis horas en
acabar un menú degustación. Van poco a poco, recreándose, disfrutando. Y las
raciones tienen que ser más pequeñas. Si no, les resulta imposible llegar al
final del recorrido”. Atentos, curiosos, tranquilos, atrapados por lo naciente.
Envidia. ¿Por qué
algunas personas tienen una necesidad perentoria de adquirir el último gadget? Ser los primeros puede otorgar
cierto estatus social –solo en un entorno que sepa valorar la compra y qué
significa poseerla–, aunque con la desventaja de pagar en exceso y con un
producto que será mejorado de inmediato.
Cacharro. Esperar
es asegurarse un precio más justo –¿alguna vez lo es?– y la confianza del
cacharro rodado. Y a pesar de la
recomendable prudencia, el furor por lo inédito lanza a unos cuantos a la
intemperie de los almacenes especializados, donde habitan como parias de última
generación a la espera de que llegue el día D para ser los primeros en entrar y
conseguir el improbable privilegio de pagar 700 euros por un cachivache similar
al que guardan en el bolsillo.
Motosierra. En el
backstage del concierto Som Música
Directa, que festeja los cinco años de acústicos de El Periódico, comparto barra con Pablo, que pide un ginger ale con
whisky, combinación que a mí me parece extraña, como a él puede parecerle extravagante
la ginebra con cola de mi adolescencia. Había olvidado la existencia del ginger
ale y de su burbujeante dulzor. A medida que me hago mayor soporto peor el
dulce, ingrediente tramposo y desfigurador. Pregunto al barman por el Canada Dry y no sabe qué es. Tampoco Pablo, un par de
años mayor que yo. Canada Dry –aún existe– fue un ginger ale muy popular en los
años 70, a lo mejor porque en la España de los perros flacos y apedreados el
nombre, etiqueta verde en una botella verde, representaba horizontes de
libertad. Qué nombre para un refresco carbonatado: montañas, osos, ríos
caudalosos, motosierras, tipos con cuatro dedos, botas embarradas, pantalones
de peto y gorros de lana.
Calamar. Las
actuaciones, en la sala Luz de Gas, fluyen: unos tocan con otros. Elefantes,
Sidonie y Love of Lesbian homenajean a ¡José Luis Perales! con Te quiero. Momento nostálgico trash. Lo antiguo es moderno. El futuro se llama Camilo
Sesto. En el backstage, Joan Manuel
Serrat es el padrino. Tocado con gorra, que no se quitará para cantar, charla
jovial con unos y otros; todos quieren fotografiarse con él. Se le ve
pletórico, y en forma. Lo encontré, días antes, en un restaurante popular del
Eixample, donde atacó con entusiasmo unos calamares a la romana y el vino de un
porrón.
Burocracia. La
última canción que suena es Mediterráneo:
Serrat con la guitarra y, detrás, a los coros, los demás invitados. Han elegido
el tema a conciencia. Minutos antes había cogido el micrófono Òscar Camps, de
la oenege Proactiva Open Arms (POA), para explicar que aquel mar del comercio,
aquel mar de la vida, aquel mar del ocio es hoy un mar de muerte –y también lo
fue de guerra. La frontera más letal. El Astral,
el barco de POA, ha socorrido, entre olas con colmillos, a miles de náufragos.
Y denuncia cómo Europa, cómo los países de Europa, ahogados en la burocracia,
miran hacia otro lado. Pide, por favor, que desaparezca POA. Porque eso
significará que los náufragos estarán a salvo, que Europa volverá a ser Europa,
y los rescatará y acogerá.
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