Lo que el colchón sabe de ti











Atolón. El colchón tirado en la calle está manchado. Sobre el azul cielo, un contorno marrón: es un mapa que cuenta secretos. Pensemos en atlas y en atolones y en curvas de nivel. Esa topografía habla de guerras y paces, nacimientos y muertes, placeres y desgarros. Pongamos que una pareja ha pasado una década sobre la superficie, lo que sumaría unas 29.000 horas. Una monstruosidad de tiempo. Ningún otro mueble de la casa está tan íntimamente ligado a nosotros, y a nuestros cuerpos.

Ausencia. De esos 1.200 días no tenemos recuerdos –a excepción de unos pocos sueños deshilachados–. Vivimos con la desmemoria sin apercibirnos. Aceptamos la amnesia con la misma naturalidad con la que cada noche cerramos los ojos. Solo el colchón y las sábanas y la almohada saben qué pasa, cuándo gritamos por las pesadillas y cuándo gritamos por el placer. Despertamos sin lamentar esas ausencias.

Lima. La CUP se enreda en polémicas ridículas, que son las que aparecen en los medios de comunicación. Seguro que la mayoría de decisiones que toman –y a las que los periodistas prestan poca atención– son útiles a la sociedad (¿será esta una frase irónica?). Querer fundir la estatua de Colón, que sirve de principio o de final a las Ramblas, es una de esas controversias de lima de uñas.

Genocidio. Estoy de acuerdo en que hay que avergonzarse por el genocidio americano del que Colón fue portero –en beneficio de la corona y la corte–, dando entrada a los exterminadores, pero la estatua forma parte de la ciudad –y de sus ambiciones: la Exposición Universal– desde 1888, clavada en el paisaje y en la memoria. Con el mismo argumento propongo volar la Catedral, Santa Maria del Mar y la Sagrada Família porque sirven a una sociedad –la Iglesia– involucrada en la muerte de millones de personas.

Azabache. Soy culpable: me he colado en un carril por el que no debo pasar. Detrás de mí, al volante de un Mercedes de apoderado antiguo, una señora pequeñita con gafas de folclórica y el pelo de Donald Trump pero en azabache. Le grita a un conductor a su izquierda, mueve las manos, ¿qué debe de haber hecho el pobre hombre? Giro y la señora Trump me sigue, se coloca a mi izquierda y la emprende conmigo: me insulta y me apunta con el moño atómico. Supongo que es por mi mala actuación de hace un momento, aunque la furia con la que me increpa es desproporcionada. La vengadora de la carretera da un acelerón y se larga quemando laca. El mundo ha perdido a una gran líder.

Furgoneta. La sabia frase en la puerta trasera de una furgoneta: “Frena que pagas tú”.

Despojo. La afición por los restos de los muertos es enfermiza. Se trafica con pelos y órganos disecados. En la Edad Media había devoción por los cadáveres de los santos, despiezados en reliquias. En estos tiempos sin fe, se santifican las celebridades y sus despojos, por los que se pagan cifras de vivos. Por las cenizas de Truman Capote –el novelista no abultaba mucho, así que deben de caber en un cenicero–, un mitómano, o un especulador fúnebre, desembolsó 40.000 euros. Es un engaño: las cenizas de un escritor son sus libros.

Destornillador. La última pareja de Capote –el dueño del polvillo gris– ha comunicado a la casa de subastas que llevará lo que queda del escritor al cine y de fiesta para perpetuar la vida que le complacía. Vale: denle a las cenizas de Capote un destornillador –el cóctel de vodka con naranja que bebía– y verán qué pronto se encharca la inversión. Solo por ser coherentes.

Mancha. Los que sacaron el colchón viejo y sucio a la acera expusieron sus existencias. Al enseñar la mancha descubrieron una catástrofe. Se deshicieron de un objeto impregnado de sí mismos. El colchón sabía de sus vidas –de sus sueños– más que ellos mismos.




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