Las pieles de agua
Ala. A las 10.30 del
domingo, los padres y las madres entran en el pabellón para aplaudir a sus
hijas, que juegan un partido de balonmano. En torno al polideportivo hay un
solar y a esa hora en la que el café ha dejado de humear y los cruasanes se han
deshojaldrado –los pedacitos han quedado
esparcido por la mesa como alas de insectos– media docena de coches siguen
aparcados con las puertas de los maleteros abiertas.
Temporizador. Los
automóviles sirven de despensa a los juerguistas insomnes que desayunan
botellón. Les deben de quedar pocas reservas, a lo mejor un par o tres de
botellas con los golletes pegajosos. Dan algunos gritos, se contonean: el
alcohol es una música que solo escuchan ellos. Lo extraño del caso es la hora,
que haya mucha gente, que sigan queriendo beber con bocas de asco, que no haya
policías para impedir que conduzcan. Cada uno de esos conductores es un
temporizador: cuando giren la llave del utilitario se activará la bomba.
Piscina. Las
mañana laborables, la piscina del club pertenece a los ancianos. Ejercitan los
músculos de jabón: el tiempo los ha ablandado. Caminan dentro del agua –que les
llega por encima del pecho–, se ayudan con churros, se mueven con la
tranquilidad del que ya ha llegado. Algunas mujeres nadan, pocos hombres lo
hacen: son andarines al estilo lento. Ellas parecen más atrevidas: un poco de
crowl, algo de espalda, brazadas cortas. No compiten, renunciaron a la meta. Se
cubren con gorritos de goma para cumplir con las normas. Uno de ellos, lo
llaman Joan, habla mucho, conversa de carril a carril, obliga a los otros
caminantes y flotantes a pararse. No
le hacen demasiado caso. Quiere mostrar una cicatriz.
Piel. El
instructor, o vigilante, adopta con los nadadores un tono entre el paternalismo
y la ternura. No sé si se da cuenta, pero les habla como si fueran niños, y no
lo son. Son adultos, personas con la piel densamente escrita.
Plenitud. Sucede
a menudo que nos dirigimos a los veteranos como si menguaran en edad,
convencidos de que viven una regresión, que principio y final se unen. Es una excusa
para el dominio. Nos va bien pensar eso porque facilita el poder: pensar que,
en nuestra plenitud, gobernamos sobre mayores y pequeños.
Decapitar. El
Ayuntamiento de Barcelona quiere exhibir ante El Born Centre de Cultura i Memòria,
donde yace la ciudad que arrasó las tropas de Felipe V, una figura ecuestre de
Franco descabezado como enganche a la exposición Franco, Victoria, República, Impunidad y espacio urbano. Se argumenta
en contra que no es el lugar (estoy de acuerdo) y que no hay que exhibir los símbolos
franquistas. Un dictador decapitado es el antisímbolo: la cabeza rodando como
un bolo. ¿No resume de manera gráfica qué queda de aquel régimen de asesinos?
Gorrito. Es
posible que los bañistas de la tercera edad se sientan vulnerables. El agua no
es su medio, el gorrito es desfavorecedor, la poca ropa deja expuestos los
cuerpos estragados. La playa es distinta de la piscina porque este lugar, donde
se mezclan el cloro y la sal y un silencio uterino, no es estrictamente de
ocio, sino que están obligados a trabajar.
Revelar. La
fotografía era antes un acto paciente. Las fotos se hacían con mesura. La gente
lo pensaba dos veces antes de darle al clic. El carrete hibernaba meses en el
interior de la cámara. Cuando entregaban el sobre con las imágenes reveladas,
solo valían la pena unas pocas. Pero qué buenas fotos eran.
Declinar. Al
salir de la piscina, escucho una conversación entre dos de los bañistas y el
monitor. Se refieren a un tercero, que no está. La frase me impresiona –yo
también me siento vulnerable con el gorrito y el bañador y la luz artificial–
porque explica en pocas palabras el proceso de declinar: “Pobre Germán. Antes
tenía, de vez en cuando, algunos momentos malos. Ahora tiene, de vez en cuando,
algunos momentos buenos”.
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