Coger una mano, tocar una piel
Extravagante. No
sabía qué pantalones elegir. Los modelos eran variados, así como las tallas.
Algunos eran extravagantes, como los de camuflaje con multitud de bolsillos. No
eran para él, que jamás había practicado ninguna modalidad de caza. Tampoco se
veía cómodo con los de terciopelo rojo con el talle estrecho y la pernera
ancha, de la época de la boite y el
cubata de tubo, aunque pertenecían a un tiempo reciente: formaban parte de la
colección de uno de esos diseñadores que miran hacia atrás para impulsarse
hacia el futuro. Reconocía el nombre en la etiqueta: en su ropero, alguna vez,
colgó alguna de las esas prendas retro que representaban la modernidad. Era un
producto caro. Imposible saber cómo habían llegado hasta los montones.
Franela. Siguió
hurgando en las pilas. Vaqueros de pitillo, chándales de distintos colores,
pantalones de pinzas. Cogió unos de franela gris que parecían de su talla y se
encontraban en buenas condiciones, con el forro interior intacto. Fue hasta el
espacio habilitado como probador, un rincón de la habitación con una cortina.
Óseo. Delante de
él, aguardando, una mujer, con un par de jerseys en las manos. Se veía a menos
mujeres que hombres. A lo mejor, ellas acudían a otros refugios o se proveían
de una manera distinta. No le importaba esperar. El día se le hacía muy largo
sin nada en qué ocuparse. La cortina se desplazó y salió un hombre huesudo y
con la barba grasienta vestido con un abrigo militar, en realidad, ropa que
imitaba la de las campañas aunque eran un fraude a la intemperie. Dejaba pasar
el frío, que en la calle era el enemigo. Aquel general derrotado no necesitaba
una bolsa porque se largaba con el botín en los hombros. Seguro que lo
necesitaba: era tan flaco que la estructura ósea estaba a punto de escapar.
Piel. Después fue
el turno de la mujer. Él la imaginó desnudándose en el probador improvisado.
Hacía mucho que no estaba con una mujer y era algo que añoraba, y no por el
sexo, actividad casi olvidada por su escasísima o nula práctica, sino por el
afecto, el cariño, la compañía. El calor, o su ausencia. El coger una mano. El
tocar una piel. Eso era todo.
Calle. Ella
se fue sin siquiera mirarlo y él tampoco le prestó mayor atención: la calle
deformaba los rostros y los cuerpos, aplastaba las mentes. Se desvistió tras la
cortina, se miró las piernas blancas, flojas y varicosas, añoró la firmeza y la
seguridad de los 20 años. Los pantalones de franela gris le sentaban bien. Por
un instante, de cintura hacia abajo, volvió a ser el hombre que fue, el
empresario que fue, el patrón bien guarnecido, bien alimentado, bien alojado. Pero
al observar el rostro de humo en aquel espejo con el marco carcomido –una
antigualla que alguien había regalado a la asociación–, viajó de retorno al
presente y vio la ruina, el alcohol, el divorcio, la aniquilación de la
familia. La calle. Vivir en la calle, dormir en la calle. Salvado de la calle
por los ángeles de la guarda de una ONG, que le pagaban la pensión, que le
intentaban buscar un trabajo, que le daban de comer, que le proporcionaban el
vestuario.
Acicalar.
Se acicalaba de la mejor manera posible, pretendiendo reconstruirse. Buscaba
americanas, camisas, jerseys con el cuello de pico, corbatas, pantalones de
franela gris. Y se arrepentía muchas veces de haber tirado a la basura tanta
ropa buena. Nunca quiso donarla, jamás permitió que fuera depositada en los
contenedores de organizaciones como la que lo auxiliaba. Le horrorizaba pensar
que otros pudieran ir vestidos de él, topar con un pobre atrapado en una de sus
lujosas chaquetas, ya desgarrada y costrosa. Finalmente, se había convertido en
ese pobre, abrigado con las ropas de otros, sin ser del todo el otro ni él
mismo, intentando ser una nueva persona.
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