La traición de Paula



Legañoso. Antes, cuando Paula fumaba, lo primero que hacía al levantarse era encender un pitillo. Legañosa, el cigarrillo aún le enturbiaba más la mirada. Desde que había dejado el hábito –“el repugnante vicio”, según su madre, ex fumadora y, por tanto, furiosa militante anti–, la actividad número uno –incluso antes de entrar en el lavabo– era tocarlo, saber cómo había pasado la noche. Bien alimentado, respondía al contacto. Después, con la vejiga a punto de reventar como un globo lleno de agua lanzado desde una azotea, Paula lo dejaba solo, aunque por poco rato. En el momento del desayuno, monótono e inevitable, café con leche y madalenas industriales, le prestaba gran atención. Durante el resto del día, muchas veces se ocuparía de él. ¿Cuántas? Le daba miedo contarlas. Hacerlo demostraría dependencia. Le pondría una cifra, concretaría el mal.



Porcelana. Mientras se enjabonaba –recientemente había sustituido la bañera por un plato de ducha, apremiada por los muchos anuncios especializados, como si la porcelana blanca se hubiera alzado contra la humanidad y mereciera ser destruida–, tenía la mente fuera de la mampara en brumas. ¿Qué estaría pasando? Aun antes de vestirse, con la toalla blanca enharinando el cuerpo, fue a mirar. Todo en orden. Nada nuevo. 



Cabeza. En el coche, camino del trabajo, aprovechaba cada semáforo para cogerlo. ¿Qué podía haber cambiado desde la última vez, hacía cinco minutos? Nada. Pero ¿y si era distinto? Escuchaba la radio y lo magreaba y conducía y sabía que hacer todo eso con solo dos brazos y una cabeza era peligroso. Peor sería con dos cabezas y un brazo, pensaba.



Maloliente. En la oficina había que disimular. No estaba bien visto dedicarle tiempo. Lo encerraba en un cajón, si bien a cada instante necesitaba agarrarlo y, aunque no lo hacía, no dejaba de pensar en él. Una necesidad similar a cuando era fumadora. El tabaco paralizaba porque ahumaba y consumía los pensamientos. ¿Fumo o no fumo? Y así todo el rato. ¿Miro o no miro? Y así todo el rato. La hora de comer era una liberación. Podía concentrarse sin remordimientos, explayándose. En el restaurante económico donde interrumpían el tedio de los balances y las hojas contables, las tres personas que compartían mesa los dejaban junto a los platos, malolientes frituras y lechugas pochas y viles, y conversaban estando sin estar, atentos a parpadeos y señales. Se escuchaban sin poder resistir echar un vistazo furtivo y suplicante en busca de alguna respuesta. Y casi sin darse cuenta, de modo automático, Paula volvía a colocar los dedos encima, buscando el frío tacto.




Centella. Apagar el ordenador a última hora de la tarde y dejar la cárcel de cristal, acero, archivadores, grapas, clips y jefes con corbatas flácidas y palabras erectas era una anticipación al goce total, al desparrame, al no limits. Al atardecer, cuando corría –una centella de zapatillas fluorescentes–, lo sujetaba con un brazalete y escuchaba la radio o música mientras respiraba las emanaciones de la ciudad malherida. En el sofá, jugaba con él, atendía los diferentes grupos de Whatsapp y la insistencia de los pitidos metálicos, odiaba en Twitter y se reconciliaba en Facebook. El mundo cabía en aquel rectángulo. El mundo era aquel rectángulo. Lo cuidaba, lo exhibía. Lo necesitaba. Lo quería. Por eso comenzó a sentirse mal en el momento en el que planeó la traición. Necesitaba un nuevo smartphone –este tenía ya dos años, así que pertenecía a otro siglo– y mañana iría a recogerlo. No le había dicho nada, no sabía cómo despedirse, no sabía qué hacer con él. ¿Cuál era el futuro de un terminal antiguo aunque fuera de una edad tan reciente? Era consciente de que mientras adquiría otro aparato, el fabricante diseñaba la siguiente generación. Todos eran viejos al nacer. Esa noche decidió no enchufarlo a la electricidad porque a la mañana siguiente le resultaría imposible mirarlo a la cara. Agotar la batería era dejarlo morir.



      

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