Un nicho con vistas al mar
Polizón. Al
señor Espéculos siempre le gustó el cementerio a lomos de la roca y abierto al
mar. El panorama era un regalo para la imaginación: el océano de titanio, una
inmensidad atravesada por cargueros, barcos de gran tonelaje en ruta hacia
puertos misteriosos y de inquietantes olores, personajes y músicas. Así lo
soñaba el señor Espéculos desde niño, aunque solo había viajado en contadas
ocasiones como bulto obediente en itinerarios organizados. Miró el horizonte y
deseó una vez más ser polizón de aquella nave de casco rojo que abandonaba el
puerto dejando tras de sí un mar cortado.
Camposanto. Pisoteó
la colilla, que quedó desecha como un insecto de caparazón blando bajo la suela
de goma. Expulsó una bocanada de humo retenido. Se estiró el traje negro,
estrecho y fúnebre y fue a hacia la entrada del camposanto en busca de los
clientes. Sus abuelos habían sido enterrados en algún punto del laberinto, no
recordaban exactamente dónde. Los recuerdos se deshacían como las hebras del
cigarrillo aplastadas por el zapato. Durante la festividad de Todos los Santos
había acompañado algunas veces a su madre. Arrancaban las malas hierbas de la
lápida y la embellecían con flores frescas. A los cadáveres les importaba poco.
Las flores eran un mensaje de alerta para otras familias: nosotros queremos a
los que no están. Pero solo por pocos días: las flores se secaban rápidamente y
esa eternidad de palitos quebradizos quedaba fijada hasta el año siguiente.
Infeccioso. La
pareja era joven, ambos vestidos con pantalones estrechos y tobilleros, zapatos
duros de piel marrón, chaquetas bomber,
camisas de cuadros con el último botón abrochado y barbas. Uno de los hombres,
con gafas de pasta, barba bíblica y gorro de lana gris de pescador de
Terranova. Diseñadores, dibujantes o cocineros, tal vez dueños de un foodtruck. Como tantos otros, se
preocupaban por el futuro. Comprar, según el señor Espéculos, era mejor que
alquilar. Tenían prisa, así que el vendedor comenzó a enseñarles nichos. Ellos
tenían algunos requisitos: que fuera doble (querían estar juntos) y que se
encontrara frente al mar. Unos nichos estaban mejor situados que otros, algunos
miraban hacia la ciudad, infierno inhabitable, pozo entre montañas; otros, se
miraban entre sí. Todos, absolutamente todos, estaban enclavados en la
naturaleza, rodeados de árboles y jardines, en una atmósfera saludable, nada
que ver con el aire infeccioso que respiraban abajo. Adquirir uno de los
privilegiados espacios era apostar por el bienestar.
Calavera. El
pescador de Terranova se quejó de los precios y de las dimensiones. El señor Espéculos
les habló de los acabados en mármol. El otro moderno, con la barba aferrada a
la mandíbula, quiso ver las zonas comunes y el señor Espéculos les mostró la
sala de juegos con mesas y sofás y un televisor gigantesco, el comedor con una
línea de microondas, la lavandería con máquinas de última generación, las
duchas, váteres y fregaderos para limpiar los cacharros. “Esta es una promoción
muy exclusiva. La primera fase está terminada y pronto acometeremos la segunda.
Por eso, durante un tiempo, habrá que convivir con el traslado de las…”. Iba a
decir calaveras. “.. ejem, los restos mortales. Si os conviene, mejor que os
deis prisa. Mucha gente está interesada”.
Batido. El
señor Espéculos era de los afortunados que aún había podido comprar un
mini-mini piso. Ya no quedaban. Lo siguiente había sido colonizar los
cementerios con habitaciones-nicho, sencillas o dobles, en las que solo se
podía dormir. Tenían gran éxito entre los profesionales. El señor Espéculos
alertó a los barbudos para que subieran a la acera. Por una loma bajaba a gran
velocidad un camión repleto de ataúdes podridos mezclados con huesos resecos.
¿Dónde los llevaría? Decían que a una planta recicladora. Esperaba que a nadie
se le ocurriera añadirlos como reforzantes a esos batidos energéticos que se
habían puesto de moda.
Comentarios
Publicar un comentario