El niño de cartón
Maquilladora. La
azafata, como otras veces, lo había llevado a la sala de espera. El productor
del programa, como otras veces, le había preguntado si necesitaban alguna cosa.
Las maquilladoras, como otras veces, habían sido muy amables. Siempre que lo
maquillaban sentía que la daban la cara de otro.
Espanto. Intentaba
relajarse, cerrar los ojos, notar cómo el plumero empolvado barría la frente,
los pómulos, el cuello. La piel pálida se ennoblecía con un tono amarronado. La
piel de los ricos era más oscura, aunque no tanto como la de los pobres: era la
diferencia entre el bronceado voluntario y el obligatorio, el recreativo y el
laboral. La clase media era la que conservaba el tono más claro, y la obsesión,
en verano, de oscurecerlo. Le preguntaban: “¿Te arreglamos el pelo?”. Por
supuesto, respondía. Eran tan consideradas, tan maternales.
Porque, allí, en la butaca de lado, en silencio, se encontraba su carga, su
cruz, también su salvación. A él no había que maquillarlo ni que peinarlo.
Ellas lo miraban entre el espanto y la lástima, sin saber cómo comportarse.
Asier era serio, era callado, ni siquiera movía esos ojos marrones del tamaño
de nueces. Qué pena, Asier. Qué tragedia, Asier.
Purpurina. A
diferencia de las ocasiones anteriores, estaban solos en la sala de espera. Por
lo general, había más invitados, gente famosa o profesionales reconocidos en su
ámbito, personas que podían ayudarlo con Asier. Había hecho buenos y
provechosos contactos. Lástima no coincidir con algún cantante célebre: los
cantantes siempre estaban dispuestos a participar en un festival solidario para
blanquear el nombre, para rebajarlo de purpurina y nata. Metió la mano en la
bandeja de pastas –le agradaban esos cruasancitos crujientes, brillantes y
pegajosos– y se sirvió una taza de café sucio. No le preguntó a Asier,
recostado en una butaca, si quería. Asier nunca quería nada. Se sentó al lado
para ver el programa por los monitores colgados del techo. Llegó una pausa
publicitaria. Se limpió la americana de los caparazones crujientes, brillantes
y pegajosos.
Experimental. Entró
la presentadora, la directora, una mujer sin edad, una mujer de todas las
épocas de la televisión. Se dieron dos besos a corta distancia, sin tocarse.
“Tengo que tener cuidado con el maquillaje”, dijo. “Claro, claro”, asintió el
hombre. Se sentaron; ella, de medio lado, las piernas juntas. Alisó la falda
roja y corta, de cuero, también sin edad. “¿Cómo está Asier?”, preguntó sin
apenas mirar al niño. El padre bajó la cabeza: “Estoy desesperado. No mejora.
Los tratamientos han sido un fracaso”. Ella desplazó el cuerpo, le puso una
mano en la rodilla: “Tendrás que ser más convincente. Si no lloras, los
espectadores no llamarán para hacer donativos. Exprésate con naturalidad. Que
ellos noten tu dolor, pero que también noten tu fuerza. Tiene que ser una
mezcla de esperanza y desesperación”. Era una maestra: se habían conocido hacía
cinco años, cuando él comenzó la campaña para conseguir fondos con los que tratar
la enfermedad de Asier. A ella, en aquel primer encuentro, le impresionó la
inmovilidad, el tacto apergaminado de la piel, los ojos de nuez, los ojos de
cáscara de nuez vacía. Lo tocó esa vez. Desde entonces solo habló al padre. Se
refería a Asier como si no estuviera presente. “¿Qué contarás de nuevo?”. Ella
lo sabía, estaba escrito en el guion. “Que necesito dinero para una operación
experimental que solo realiza un médico que se oculta en una selva birmana”.
“Oh, tremendo, tremendo”, fingió conmovida la presentadora mientras se alzaba
sobre la arco de los tacones. “Os veo en unos minutos en el plató”.
Bocamanga. El
padre se preparó para salir a escena. Se llevó a los labios una escama de
cruasán que se le había quedado pegada en la bocamanga. Cogió a Asier con
cuidado: después de cinco años, el papel maché se agrietaba. Pensó en el
descapotable al que había echado el ojo. ¿Qué habría sido de su vida sin aquel
muñeco de ventrílocuo? Ni siquiera tenía que meter la mano dentro y fingir que
hablaba. El mundo estaba dispuesto a darle dinero para sanar un pedazo de
cartón.
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