La pereza del ministro // #CuentoTallaS
Trascendencia.
Era el ujier más viejo del ministerio: era más viejo que el propio ministerio,
trasladado hacía un lustro a un edificio funcional, sin techos altos, pasillos
con más kilómetros que una autopista, estatuas de bronce de próceres cuyo
nombre ya nadie recordaba o gigantescas lámparas con las lágrimas endurecidas.
Perdieron en trascendencia, pero ganaron en dignidad: funcionaba la calefacción
y el aire acondicionado y los ventiladores tercermundistas fueron arrinconados
a un sótano en compañía de obsoletas pantallas de ordenador, sillas de oficina
deslomadas o con insuficientes ruedas y aquellos archivadores metálicos de
color gris que ni siquiera las repetidas oleadas de recuperación de lo vintage
salvaban. El ujier se preguntaba el porqué de la manía de guardar lo inútil y
averiado y solo la mala conciencia de los gestores, tan manirrotos con lo
público, le resultaba un argumento convincente. Derrochaban tanto que
compensaban el abuso con una aspiración de reciclaje. Aunque jamás nadie
recibió la orden de arreglar y recuperar uno de aquellos cachivaches.
Bocamanga.
Dos brazos y dos piernas tenía el ujier y esa normalidad anatómica había sido
una anomalía en su juventud en el laberinto del antiguo ministerio, con decenas
de escaleras que a veces subían y a veces bajaban, según el partido político en
el Gobierno. A la mayoría de sus superiores de aquel entonces les faltaba algún
miembro, perdido –más bien, arrancado– durante la guerra. Uniformes sin llenar
del todo bajaban, o subían, por esas escaleras. Sin necesidad de agarrarse a
las barandillas de madera, los mancos triscaban sin problemas, pero los cojos
estaban obligados a dar saltos de flamenco rosa en los escalones de mármol.
Aquellos hombres, mutilados y enmedallados, habían fallecido, y enterrados
incompletos, y ningún ordenanza de los tiempos modernos, con abuelos de una
sola pieza nacidos en la posguerra, podía imaginar que, décadas atrás, hubo una
legión de bocamangas y perneras dobladas.
Pluma. En
general, los ministros a los que había servido eran unos vagos, trepas de los
partidos aupados a los sillones por sus intrigas más que por sus conocimientos.
Llegar al maletín negro con las letras doradas, que representaba el poder
ministerial, obligaba a dar saltos de caballo y coces de asno. Los vencedores eran
los que tenían la piel más dura, los que resistían las picaduras de los
tábanos, los que metían las pezuñas en el barro y sabían salir del lodazal. Los
que caían eran sacrificados. Unos eran más listos; otros, más estúpidos. Todos
vagos, rematadamente vagos. Los que conseguían que el ministerio funcionara
eran los técnicos, mujeres y hombres, y los conserjes, cuerpo formado, aún hoy,
solo por hombres. Los ministros, y las ministras, y sus asesores eran aves de
paso: dejaban tras de sí plumas y excrementos.
Zángano.
Jamás había conocido el ujier a un ministro más holgazán que a este último. Era
tan perezoso que no solo le obligaba a encender el puro, sino ¡también a
fumárselo! El consumo de tabaco estaba prohibido en los lugares de trabajo, y
de manera taxativa en los públicos, pero el ministro consideraba que no todas
las leyes merecían el mismo cumplimiento. A diario seguía una rutina después de
la siesta en el sofá: un puro y una copa de brandy. El rey de los zánganos
llamaba al ujier para que pegara fuego al habano y llenara el despacho de humo:
se conformaba con aspirar el tóxico. Ningún placer sacaba de que tragara el
brandy, pero al ministro le parecía inconcebible separar el tabaco del licor.
Por la mañana le pedía que le leyera el periódico deportivo. Una vez tuvo la
tentación de enviarlo a un Consejo de Ministros para que lo sustituyera, pero
al final no se atrevió. Sí que lo mandó a actos menores de representación.
Desgana.
Una mañana, el ministro no se presentó. Tampoco lo hizo por la tarde ni al día
siguiente. Le telefonearon y les dijo que tenía desgana y que no lo molestaran
más. Ante el vacío de poder, el ujier ocupó el despacho, se fumó un puro, se
bebió un brandy y, por el interfono, pidió a la secretaria que le llevara los
papeles que había que firmar.
Comentarios
Publicar un comentario