Sé el rey de tu isla // #CuentoTallaS
Megarrico. El
sueño de un millonario es ser el propietario de una isla. Poseer un avión,
coches de colección, un ático en Manhattan, una villa en Cannes, una casa en
Londres es posible porque aviones, coches, áticos, villas y casas hay miles y
miles. Pero ¿cuántas islas salen a la venta y cuántas de las disponibles están
al alcance de un millonario, alguien que es rico pero no superrico, megarrico,
ultrarrico? Adam quiere una isla para ser soberano: es lo que más ha deseado
desde la infancia. Le parece más sencillo conseguir una isla que un país, le
parece más fácil reinar en una isla que en una nación, prefiere ser el señor de
una isla que pagar una revolución en una república pobre y apartada para que
derroquen al Gobierno y lo declaren a él, a un extranjero sin vínculo con el
territorio, el monarca legítimo.
Chatarrería.
Cuando una mañana en el despacho-pecera de la City, una de las últimas plantas
de un rascacielos de cristal decorado por las gaviotas del Támesis y sus
deposiciones, Adam abre el ordenador aparece la newsletter de una
empresa muy exclusiva que solo se comunica con personas muy exclusivas. Es el
mensaje que ha estado esperando durante años: Sé el rey de tu isla. Al
principio cree que es una broma, que algún conocido le ha mandado una burla.
Lee con atención y el documento parece estar en orden, con el logotipo y el
estilo habituales de esa compañía que ofrece propuestas únicas. Sus enemigos
dicen que no tiene corazón, pero es mentira porque bombea como si hubiera que
apagar un fuego. ¿Qué isla? ¿En qué mar u océano? La imagen que abre el texto
es poco sugerente: la ínsula más fea que ha visto. Parece un ovni gigantesco
aplastado en una chatarrería. Sigue leyendo con lentitud, para enterarse bien
de la propuesta. Está hecha de basura, principalmente de plástico. No lo
comprende.
Atolón. A
Adam, palabras como ecología o sostenibilidad le dan arcadas. Escucha “medio
ambiente” y la alergia le sube por los brazos como una enredadera venenosa. Por
eso, el argumento de que una multinacional de la ingeniería compacta los
residuos de los mares hasta conseguir cuerpos sólidos y flotantes le deja frío,
sobre todo porque el objetivo es limpiar las aguas envenenadas por el
polietileno y el polipropileno. Bla-bla-bla-bla. A medida que avanza en la
promoción, se ilusiona porque las simulaciones son magníficas. El que ha
diseñado el folleto es un gilipollas: ¿por qué no ha puesto en primer lugar la
imagen atractiva, la recreación del islote con una mansión, piscina de agua
salada y frondosos jardines con palmeras? Quieren crear una comunidad: unas
decenas de atolones privados que rodearán los más grandes, donde estarán los
servicios comunitarios: el club marino, el spa, los campos de golf, los
supermercados, los centros de ocio, el hospital… Esa misma noche comunica a su
mujer y a sus dos hijos que no se conforma con ser el rey de la casa y que
venderá algunas propiedades, tal vez la villa de Cannes y el ático de
Manhattan, para coronarse rey de una isla-Estado.
Esquife. Ha
tardado muchas horas en llegar al destino: varios aviones, helicóptero, un
barco, una lancha. La última embarcación lo traslada de un peñasco olvidado y
prácticamente deshabitado –excepto por algunos pescadores– al archipiélago en
construcción. La obra es impresionante: decenas de barcos con grúas, algunas de
gran tonelaje, ensamblan la porquería moldeable apretada en bloques
insumergibles. Queda mucho para que Gold Islands exista pero Adam no puede
esperar. Ordena al pescador que atraque en uno de los donuts gigantescos. Baja
penosamente y camina sobre la superficie vacilante. Abre una bolsa, saca una
corona de oro y se la mete hasta las orejas: “Como Adam I, tomo posesión de
este reino”. De inmediato lo aborda un esquife con varios guardias de seguridad.
Lo devuelven a la lancha del pescador. El rey Adam promete regresar con un
ejército de gaviotas para someter a los díscolos súbditos que lo han expulsado.
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