La pizza con añada
Amigos del fusil y la probeta: eso existe. Para demostrarlo, solo hay que comprar un pizza de súper con más aditivos y conservantes que Meg Ryan, cocinarla, dejarla en la nevera y olvidarse de ella.
Al cabo de tres, cinco o diez años, la pieza seguirá allí, más dura que el colmillo de un mamut, pero sin pudrirse. Solo habrá que darle unos martillazos, romperla en porciones y que los soldados de la OTAN vayan alimentándose de esos pedazos mientras invaden Isla Fantasía en auxilio de Rajoy.
Si ese engendro de trigo sobrevive tres años dejará de ser fast food para transformarla en un food lentísimo. De manera fortuita han inventado la pizza con añada.
Parece que hay interés en dotar a la comida rápida de belleza: la Nasa ha descubierto –¿y quién necesitaba ese estudio?– que las gotas de lluvia tienen la forma del pan de la hamburguesa y no de una lágrima.
De un hamburguesazo, se han cargado la poesía occidental del siglo XX.
Donde el rapsoda escribió «lágrima» tendrá que garrapatear «Big Mac con patatas».
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