Restaurante Kotoro // Barcelona
[Este restaurante ha cerrado]
Kotoro
Ferlandina, 34. Barcelona.
T: 93.667.60.11
Precio medio (sin vino): 20 €.
Menús mediodía: de 12.90 a 15.95 €.
Pínchame
Aunque Pau Artieda había
sido copropietario de un restaurante japo en Sant Cugat (Kitsune), solo
comprendió la auténtica izakaya, la
taberna, cuando vagabundeó tres meses por Japón: “Allí supe que los
restaurantes eran especializados, que cada uno servía una cosa, y que la
variedad se encontraba en las izakayas”.
Kotoro, sociedad de Pau y Carlos Serra, responde a esa idea-de-todo-un-poco,
aunque haciendo hincapié en las brochetas. Y no cualquier brocheta, sino las
que pinchan interiores, menudillos, vísceras. Me apunto, lo celebro, lo
aplaudo. Menos cocina de superficie y más de profundidad.
Al frente de las
preparaciones, el chef Roger Edo: apellido muy adecuado, pues Tokio fue
conocido antes como Edo. Roger estuvo en el Matsu de Sant Cugat, un buen
restaurante que lideraba Shigeru Sekido y que aspiró a mucho en un entorno
equivocado. Maneja con pericia la robata de Josper, la parrilla japonesa que
comienza a verse en algunos restaurantes barceloneses. “Pincho, casquería y
brasa”, enfila Pau.
Poca iluminación (me
repito, pero qué desconsoladora es la ceguera obligada), espacio agradable,
cocina interesante.
El mismo dueño, que fue diseñador gráfico, ha tallado la
barra: un manitas.
Dos sakes –Pau ampliará seriamente esa parte de la carta–: Kamotsuru
Golden y Kamotsuru Namakakoi. Me gustó más el segundo, aunque sin criterio
suficiente para juzgarlos. Dicen los que saben que el Golden es el que
escancian en el legendario, y muy caro y caprichoso, Sukiyabashi Jiro.
Bien las gyozas de
cerdo, aunque amortiguadas por la salsa de quesos (el lácteo de vaca no es
habitual en la isla) y el sashimi flambeado de salmón. Estupendos el okomiyaki
(ese amontonamiento de cosas que algunos llaman… pizza), el nigiri de
langostino y el uramaki con tartar de atún picante.
Con plus, la carrillera a
baja temperatura y el cerdo ibérico a la brasa con (pasta de) trufa. Y
desconcertante, el huevo con fuagrás: al acabar supe que debería de haber
mezclado el arroz en la cazuela.
Agrupo los pinchos en
esta porción de la crónica: recuerdo dos banquetes toquiotas en torno a ellos.
En la barra de Kushinobo, en Roppongi Hills, y en la izakaya Gonpachi, cerca de Shibuya.
Los de Kotoro fueron un
homenaje a lo íntimo. El de huevos de codorniz fue delicado y sorprendente (hay
que pedirlo); el de papada, pecaminoso y el de piel de pollo, para repetir y
repetir. El de mollejas salió con salsa ponzu, demasiado agresiva. Pau lo
volvió a traer con mostaza: mucho mejor (en realidad no necesitaba nada, tan
solo el ahumado).
El de lengua de vacuno, snif, quedó duro: decepción punk. Una
oferta singular y arriesgada. Barcelona ventea buenos humos. Tres brasas
complementarias: esta, la de Kak Koy y la de Carlota Akaneya.
Un buen ejemplo –el
Kimbo de Sabadell es otro– de convincente interpretación de la cocina japonesa
sin participación de la genética.
Atención a: los menús
de bento de mediodía.
Recomendable para: los que amen la casquería.
Que huyan: los de “un japonés sin japonés no
es de fiar”.
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