Sin compañía en el avión // Un placer exprés
Subir a un avión es una forma de tortura que ninguna autoridad persigue (porque la permite, y la fomenta).
Entrar en un aeropuerto es saber que perderás horas, que invertirás tiempo en protocolos.
Supongamos que has penetrado en el interior de la fortaleza y que aguardas en la sala de embarque.
Supongamos que el avión aterriza a la hora –porque los aviones son camas calientes– y que, tras la consabida espera entre el desalojo, la revisión, la carga de combustible y la limpieza superficial, los pasajeros desfilan por el finger para meterse en el cuerpo metálico.
Conviene entrar de los primeros porque los portamaletas se llenarán de inmediato con los equipajes de mano.
Llegar hasta la butaca asignada es penoso. La cola se mueve como una conga artrítica, sin gritos ni alegría, pasito a pasito.
Reconfirmas con la tarjeta de embarque el número de asiento, lo ocupas (preferiblemente, pasillo) y aguardas sin abrochar para levantarte cuando aparezcan los compañeros de asiento.
Mientras, los viajeros, al pasar, golpean con maletas y codos.
La persona a la que le corresponde ventana reclama el lugar. La cola mengua.
La sobrecargo cierra la puerta del aparato. Y la butaca de en medio sigue vacía. ¡Vacía!
Oh, qué inesperado placer. Viajar sin que las rodillas sufran. Viajar con espacio.
Viajar algo mejor que el ganado.
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