El hijo (bastardo) del Rey // #CuentoTallaS
Chismorreo. El
objetivo de Andrés era ser alguien. ALGUIEN. La humildad de su nacimiento era
similar a la de millones de personas, si bien no se resignaba al anonimato
cómodo y frustrante. Veterinario de profesión, atendía las enfermedades de los
perros, aunque casi siempre eran los propietarios los aquejados de las
dolencias más severas –de las neurosis–. Pasaba las noches enganchado a los
programas de televisión de chismorreos y gritos intentando comprender los
mecanismos de la fama y, aunque se sentaba en el sofá con bolígrafo y libreta
no daba con la fórmula que le convenía. Solo fue capaz de una regla general: P
+ E = F. Polvo + Escándalo = Famoso/a. Pero él no conocía a nadie célebre, o
por celebrar, con quien encamarse. ¿Cómo fabricar un alboroto sexual que
interesara a una cadena si la única celebridad que conocía era el dueño de un
cocker spaniel que jugó a básquet cuando la NBA era un destino de superhéroes?
Formulario.
Camino de la clínica veterinaria, le llamó la atención un cartel en una farola,
anodino de aspecto, aunque jugoso de contenido: “Se escriben coartadas creíbles
para aventuras de una o más noches. También se adornan currículos”. Una idea le
abrió la cabeza como una nuez. ¿Y si encargaba una vida? ¿Y si pedía que la
adornaran con unos orígenes dignos y envidiables? Apuntó la dirección de
correo. Esa noche mandó un e-mail y al cabo de unos días le llegó un exhaustivo
formulario con preguntas sobre quién era y, lo más importante, quién deseaba
ser.
Estepa.
Fabuló por escrito, si bien dejó libertad a los fabricantes de coartadas y
currículos para dibujar un pasado que lo proyectara hacia un esplendoroso
futuro. La respuesta no tardó en llegar. Le complació sobremanera. Su madre
había sido guardabarreras, y sobre esos raíles le organizaron una biografía de
hierro: era hijo del fallecido Rey, que se había acostado con ella durante la
inopinada avería del tren real en un apartado pueblo de la estepa. La labor de
los escribidores había sido magnífica: aportaron unas cartas inventadas entre
el Rey y la guardabarreras en las que ella le comunicaba que había sido madre a
consecuencia de la tarde incendiada en el vagón y él le pedía un nuevo
encuentro, más interesado por aquel muslo duro como una traviesa que por el
bastardo. Ella no respondió y nunca más se volvieron a ver. Los redactores
habían sido prudentes al reducir al mínimo el contacto epistolar para dar
credibilidad.
Alteza.
Andrés ensobró la historia –le parecía más auténtico que mandar un
e-mail– y envió las copias a varios programa radioactivos de la tele. Una
redactora de un magazine de tarde lo
telefoneó para confirmar datos como paso previo a una entrevista en el plató.
Le gustó que comenzara la charla dirigiéndose a él como “alteza”. En la tele,
esa extraña raza llamada “los colaboradores” lo esperaba con los instrumentos
de los asesinos en serie. Salió con la piel sobre los hombros, aunque con
heridas profundas. Las semanas siguientes sufrió torturas similares en los
otros programas de extorsionadores profesionales. En su entorno se tomaron con
sorpresa y chanza el noble origen y su exmujer pidió un aumento de la pensión y
preguntó en qué puesto de la sucesión quedaba el hijo que tenían. Por fortuna,
la guardabarreras había muerto y el cornudo del padre, también. Un hermano que
vivía en el extranjero dejó de hablarle. Andrés cambió el nombre de su empresa
por el de Clínica Veterinaria Real, con la duda de si el “real” se refería a un
apellido, a que era una clínica de verdad o a la monarquía.
Metamorfosis. El
último mes había sido el de la metamorfosis, el de los trajes a medida y los
muebles dorados. Contrató a un secretario para que le organizara la agenda y el
tráfico de monárquicos ultramontanos que querían llevarlo al trono para
descabalgar a su hermana pequeña, según ese repentino cambio en la línea
sucesoria, coronada Reina para disgusto de los carcamales. La mejor noticia le
llegó por teléfono una de las mañanas conspirativas. Llamaban de la Casa Real.
La voz femenina surgió regia: “Buenos días, tete. ¿Quedamos para conocernos?”.
Comentarios
Publicar un comentario