Se adornan currículos // #CuentoTallaS
Desfalco.
Como guionista convencional, Alan había tenido una carrera de cortometraje:
escribió un programa infantil en una tele autonómica que solo duró una
temporada (¿a quién se le ocurrió programarlo en horario escolar?); una
película para un director novel, que a los 50 años mantenía la virginidad
cinematográfica porque nadie quería financiarla, y los guiones para varios
vídeos sobre las maravillas de la naturaleza (leones que comían cebras, aunque
lo excepcional habría sido lo contrario) para una productora por encargo de un
banco, que los iba a regalar a los impositores y que acabaron embargados cuando
la entidad fue intervenida por desfalco.
Útero.
Alan se soñaba escritor de la edad del whisky y el sombrero Stetson y se
imaginaba vestido con humo mientras le daba a las teclas secas de una máquina
de escribir. Esa ensoñación se rompía cuando su madre lo llamaba a comer y en
lugar de los cócteles, las palmeras y la luz rubia de California aparecía su
habitación de niño, de adolescente y de adulto retornado al útero materno tras
fracasar como inquilino en el pantanoso mercado inmobiliario.
Envidia.
Querría haber escrito Ciudadano Kane, pero le había salido Ciudadano
Paco –discutible homenaje– para aquel director cincuentón que se ganaba la
vida como lampista, que buscaba dinero para su ópera prima y solo conseguía
largas esperas al teléfono, amenizadas por Las cuatro estaciones de
Vivaldi: colgaba con el otoño. Envidiaba a los compañeros de profesión que
escribían pequeñas obras maestras fílmicas que hechizaban a los críticos y
también a los que ponían letra a los programas de entretenimiento en el prime
time televisivo. Se negaba a reconocer su falta de talento y se justificaba
con las plagas habituales: envidia, mala suerte, falta de padrinazgo.
Hipérbole.
Una noche, adormilado, mientras su madre aspiraba todo el aire del comedor en
forma de ronquidos, encontró la solución en una vieja película.
Escribiría sobre lo falso como si fuera verdadero. ¿Acaso el arte no trataba de
eso? Hizo unos carteles y pateó el barrio, pegándolos en paredes y farolas: “Se
escriben coartadas creíbles para aventuras de una o más noches. También se
adornan currículos”. Para su sorpresa, habituado a las respuestas lentas, la
bandeja de su correo electrónico recibió la primera petición a las pocas horas.
Aún no había decidido las tarifas y alguien con estudios básicos, trabajos de
camarero y vendedor de temporada aspiraba a un puesto de recepcionista de noche
en un hotel de tres estrellas. Aceptó solo para entrenarse. Le pidió un
teléfono, le sacó la máxima información y le escribió una vida parecida pero
con más brillo. Falsificó también unas cartas de recomendación que lo
describían como perteneciente a una raza de trabajadores casi extinta. Pese a
las hipérboles, que daban risa por enloquecidas, el cliente fue aceptado en el
hotel y Alan cobró el primer dinero por narrar mentiras hechas de verdades a
medias.
Epistolar.
Los siguientes meses fueron muy atareados. Escribió coartadas para maridos sinvergüenzas
que necesitaban elaboradas excusas para liberar fines de semana (en cabeza de
los calaveras, algunos médicos y unos inexistentes congresos profesionales),
mini biografías para abuelos sin heroicidad que querían dejar un recuerdo con
impacto en los familiares, cartas de amor para jóvenes de la Generación Emoji
convencidos de que lo epistolar era propio de los nuevos románticos, toda clase
de currículos con más adornos que un árbol de Navidad, incluso un partido
político local le pidió instrucciones para blanquear a su líder. La exageración
y la deformación eran los fundamentos de su obra. Partía de la realidad –de la
verdad– hasta conseguir domesticarla y que dejara de enseñar los dientes.
Cachalote. El
mejor trabajo lo hizo para sí mismo. Se ofreció a una productora importante y
el arpón para enganchar al cachalote fue su propia existencia. Midió las
palabras, el tono, la épica. Combinó el humor y la ternura, retorció la bayeta
aguanosa de su conducta hasta dejarla seca. Les contó la verdad y cómo por
desesperación había inventado el oficio del embuste con fondo. Le encargaron
que escribiera una película sobre un guionista mediocre y desesperado que había
abierto un consultorio para guionizar las vidas de los desconocidos y hacerlas
parecer mejores.
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