El okonomiyaki explota en Barcelona






Los prejuicios. Hay que expulsarlos como el chamán los malos espíritus, con escobilla y alaridos.

Un chef me había puesto sobre la pista de un okonomiyaki barcelonés, un local donde elaboraban la confusa pizza japonesa, acumulación de ingredientes hasta amasar un pastel o tortilla, grumo indisoluble de sorprendente gusto. Nunca conocerás qué oculta en el interior el paquete bomba, de sabor tan enigmático como reventón. Si tu dietista supiera la suma de materiales te encerraría durante un mes a dieta de seitán.

En Barcelona apenas existen okonomiyakis y en mi recuerdo perduraba uno de Tokio, Pucci Umaya,oculto en una callejuela de Shinkuju, dirección secreta a la que llegamos gracias a las recomendación de Yukio Hattori. Fuimos muy pronto, recién abierto.

Era una trampa para ratones. Minúsculo es un adjetivo grandioso para describir el lugar
Afuera había cola como si de la covacha saliesen los manjares del paraíso.

Un hombre, Jakao, ante una plancha aplastando trozos de arroz, col, huevos, beicon, soja, algas, calamar, galletas. Un pupurri de sobras que el tipo con una cinta en la cabeza reducía como un jíbaro. El resultado fue exquisito. Jakao procedía de Hiroshima y a esa ciudad devastada le concedían el tremendo de honor de ser la cuna del engendro. Cuando el átomo lo arrasó todo, los supervivientes se alimentaron con los escombros.




Rio, el okonomiyaki de Barcelona, era similar al tokiota. Diminuto, una plancha como espacio de culto.

Olvido los entrantes y el deficiente yakisoba para concentrarme en la pizza, realmente buena a la altura –es un decir– de la de Shinkuju. La diferencia entre entonces y ahora es que no estaba en Tokio si no en la calle de Minerva, junto a la Diagonal y lo que en la capital de Japón me atraía como la túnica azafrán al budista, me repelía en Barcelona. Cuando viajamos, el espíritu crítico se toma un descanso.

Los prejuicios, por supuesto, y un ineficiente extractor de humo.

Fui dándole vueltas. ¿Era recomendable o no? ¿Por qué el de Tokio sí y el Barcelona no? Pagué diez euros, barato, aunque la comida había sido escasa. Al final decidí el purgatorio, que son estas líneas dubitativas.


PP (post post): sentado ante el ventanal vi pasar a Albert Boadella, que entró en una clínica oftalmológica, un edificio neogótico frente al Rio. Autoexiliado a Madrid, sufridor de glaucoma político, el neogótico Boadella regresa a Barcelona para arreglarse la vista. Es una buena metáfora.


(Interior. Día. Comida. Jueves, 19 de enero)




      

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