No hagan gárgaras con el vino















Este reportaje fue publicado el 17 de noviembre del 2013 en la revista Dominical, que se reparte con varios diarios. El subtítulo hablaba de la hazaña, con consecuencias físicas: 12 horas de cata con 33 vinos de Roda.




No hagan gárgaras con el vino




Para participar en una cata con 33 tintos hay que estar en mejor forma que un ironman, esos atletas del extremo que concentran sus cuerpos hasta la pasa. Para los triatletas del bebercio, 33 vinos son una cantidad de entrenamiento, aunque los amateurs finalizan la experiencia con la lengua como si la hubiera pisado un mandril.

Un neófito que se deje llevar por el desenfreno y el vicio y prefiera la deglución a la expulsión del líquido será derrotado y abatido. El borracho es la vergüenza de los catadores, la muestra de su debilidad. Había que tener en cuenta ese principio de supervivencia al aceptar la invitación de la bodegas Roda, en Haro, que conmemoraba los 25 años con prescriptores y periodistas de la botella, puntuadores de guías y otros sarmientos del oficio, gente hecha al barro y al cristal.


Agustín Santolaya, el director general, proponía conocer la historia de la casa riojana mirando al fondo de una copa. Encerrados en una sala del restaurante La Vieja Bodega –en Casalarreina, a 6 kilómetros de Haro–, mientras las nubes sobre La Rioja decidían si aguar la fiesta, los entendidos comenzaban una de las varias catas, la mañanera, con el único consuelo de unos picos, esos gurruños de pan que se usan para limpiar la boca y que acaban por ser tomados como aperitivo.

Los que se habían levantado a las seis de la mañana en lugares lejanos temían que el recibimiento en ayunas tuviera consecuencias, aunque todos se comportaron con la corrección de los abstemios.

Tras ser agasajados por Mario Rotllant, dueño de Roda con Carmen Daurella y alérgico a figurar y a ser fotografiado, comenzó la experiencia, que consistía en dar cuenta de las “añadas difíciles”, según la frase de Santolaya, que no pensaba en Dickens. Mesas con manteles blancos, copas con el nombre de lo que iba a ser consumido, los picos como coartada comestible y una veintena de bocas ávidas, algunas en inglés.


Con el Roda I de 1992, la botella con la que inauguraron la bodega, comenzó la sinfonía de ruiditos bucales, gorjeos, ese enjuague que los conocedores hacen antes de escupir. Como acompañante necesario, la escupidera.

Tras pasear el tinto por las mejillas como un colutorio, expectoraban de forma educada sin manchar al vecino. El no iniciado tenía la tentación de hacer gárgaras, lo que sin duda sería tomado como un desacato por los compañeros de mesa.


Los catadores iban alternando las añadas, intentando comprender el alma del vino, que era negra y con voz de Ella Fitzgerald. Los alumnos los imitaban, realizando el mismo centrifugado pero sin comprender por qué. Tampoco era fácil escupir sin que una gota insidiosa colgase de la barbilla.


No era raro ver cómo en algunas pecheras crecían las manchas como setas repentinas.


Uno de los invitados era Ferran Centelles, ex sumiller de El Bulli, divulgador del vino en busca de una palabra que definiera de forma precisa su trabajo, entre emotivo e inquisitivo.

Entendía la cata como una actividad intensa que se expresaba hacia fuera: “Se escupe el 100%. Aunque siempre acabas un poco mareado. Pruebas entre 50 y 80 vinos por día. Y algo, inevitablemente, se cuela”.

Ah, entonces 33 no eran nada. Y, sin embargo, eran muchos para los novatos. Porque se trataba de un producto extraordinario y la tentación de libarlo resultaba mayúsculo. ¿Cómo pasear el contenido por lugares íntimos para después expulsarlos sin retener el placer? Imposible. Disimulando, los copazos se sucedían.

El demonio en una oreja y un ángel en la otra.
“Bebe”.
“No bebas”.



Acabó el prólogo de los “años difíciles”, los de meteorología bíblica, diluvios y heladas, y el maestro de ceremonias dio paso a los placenteros, ya acomodados en el restaurante.


Dejaron para el final de la tanda el Cirsion 2009, carnal y carnoso, con curvas y volúmenes, que merecía silbidos lujuriosos.


El rabo de vaca deshuesado ayudó a torear estos miuras y a soltar la lengua. Relatando experiencias y sinsabores, uno hablaba de un “vino húmedo”. ¿Eing? “Húmedo: sabor que constituye un defecto y que muchas veces está ocasionado por la utilización de barricas en mal estado” (Mauricio Wiesenthal, Diccionario Salvat del Vino).


Otra se desmelenaba con la palabra brett, que causaba gran regocijo. ¿Acaso se refería al barril Brent, otra clase de negrura, maloliente? No. A las brettanomyces, levaduras causantes de sabores desagradables, ratoniles o amoniacales.


El de más allá se compadecía de un bodeguero que iba a ¡chaptalizar! (aumentar el grado alcohólico con azúcar en el mosto) y el grupo aullaba por el anuncio. Descodificar aquello era más difícil que entender la ética de Jorge Javier Vázquez.


Una pausa de dos horas, dos litros de agua mineral para equilibrar y visita a la bodega, con sus correspondientes ¡catas! No había manera de librarse de la amenaza de embriaguez.


Roda está en el barrio de la estación de Haro, que es a la viticultura lo que los Campos Elíseos a la moda: Muga, Cune, R. López de Heredia, La Rioja Alta. Vecinos centenarios, la cepa como árbol genealógico, de la milla de oro. ¿O de la viña de oro?


Últimos días de vendimia, apurando octubre, que había sido benévolo tras unos meses de patos, con más de 800 litros en los campos. De nuevo, un año arduo y confuso, “año de enólogos”, cabeceaban los conocedores, aunque en Roda estaban contentos porque la fruta que les entraba estaba en óptimas condiciones.


Isidro Palacios, director de viticultura, suspiraba tras “la angustia pasada”. “Octubre ha salvado la vendimia”. Uvas pequeñas y concentradas, choque de planetas.

En la mesa de selección, manos femeninas para separar la excelencia de la mediocridad.
En los tinos, un burbujeo cárdeno, ese ruido de la vida cuando explota.

Más degustaciones. De los primeros mostos para intuir cómo sería la cosecha de 2013. Qué difícil. ¿Quién era capaz de leer el futuro en una bebida con sabor a piruleta, fresca, golosa? Solo los Rappel de la enología.


Escupían a lo grande, en un barril, donde soltaban un chorro con espuma. Estilo serpentín o manguera, según corpulencia.

Santolaya, que se definía como “hombre de campo”, talle de aristócrata rural, instruía con las investigaciones que llevaban a cabo para reducir los sulfurosos o los planteles experimentales donde empeltaban soluciones al cambio climático.

El chateo sofisticado seguía por la zona de barricas y acababa en el calado, un túnel de piedra del siglo XIX horadado a mano, ampollas y picapedreros, donde había que hablar a susurros para no despertar a los barriles.


El barrio de la estación de Haro ocultaba una vida subterránea. Las raíces de La Rioja estaban a la vista.



El gong finaL fue la cena preparada por los hermanos Echaprestro, el cocinero Ignacio y el sumiller Carlos, de Venta Moncalvillo, con el mérito de una estrella Michelin en Daroca, con 30 habitantes. El pueblo entero cabía en el comedor.


Ignacio, un ganador que de adolescente había luchado a muerte con la enfermedad, tenía la sonrisa del que piensa para adentro: la extraordinaria lengua de ternera ahumada hablaba por él, así como el pichón en dos cocciones, que tenía la elocuencia del que vuela
alto.

Otra dosis masiva de Roda I y II y de Cirsion, incluido uno de coleccionista, el de 2012, solo 2.000 botellas para etiquetar el 25º aniversario.


La última frase de Santolaya tenía manecillas: “El vino es una forma dinámica de embotellar el tiempo”.


Cada uno cargaba con 33 relojes.




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