La ilusión




Un frase letal, cargada de metales pesados: «Mi ilusión es abrir un restaurante». Quien dice eso tiene un pie en la tumba (de los negocios).

La ilusión, para comprar un perro o un número de la lotería.

Reunir ahorros o capitalizar el paro para comenzar una vida entre fuegos es chamuscarse. 

Hay cientos de ejemplos, bien explicados en la crónica negra y grasienta de Pesadilla en la cocina

Sueño, deseo, capricho: cualquiera de esas palabras demuestran poco respeto por la labor de los auténticos profesionales, que las cambiarían por trabajo, sacrificio, talento.

Plan de negocio, conocimiento, oficio, imaginación, estrategia, y, claro, ilusión, ganas, esperanza. Porque sin esos sustantivos es imposible construir algo que perdure.

Hace poco fui a un restaurante abierto por entusiastas emprendedores. Los platos fueron de una sonrojante vulgaridad.

Las albóndigas mostraron su peor cara: la elevada acidez y la perfecta curvatura delataban el origen industrial. Las devolví. Ellos, atribulados, decidieron cobrar la mitad del menú. Les honró ese gesto, que no solucionó el  auténtico problema.  

La ilusión mal entendida daña más que la salmonela.






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