Restaurantes entre el desastre y el desconcierto
El trabajo de escritor de restaurantes es a veces tan desagradable como el apretón de manos de Hulk: no me quejo, solo constato.
Las experiencias enojosas las guardo para mí porque quiero ofrecer al lector una orientación satisfactoria y no el resumen de una ejecución. Por cada forajido hay diez cocineros competentes, así que prefiero que el esfuerzo tenga recompensa, sobre todo, para el lector.
Este agosto he puesto el culo en una veintena de restaurantes, de los que menos de la mitad me parecen recomendables.
Incluyo un viaje a Suiza, de donde solo soy capaz de salvar dos, saqueado tras pagar en exceso por cafés radiactivos (entre cinco y seis euros la tacita de expreso tóxico) y por salchichas sin otro acompañamiento que un chusco de pan que podría ser usado como arma en unos disturbios (a 16,50 euros el despropósito).
El mayor desastre ha tenido un aire local. Fue mal desde el comienzo: llamé para reservar y me dijeron que no aceptaban reservas. Debería haber desistido entonces, ante la primera alerta. Al presentarnos allí, preguntaron: “¿Tenéis reserva?”. Tampoco hice caso del segundo aviso.
Erraron con las bebidas, equivocaron el pedido comestible, intentaron cobrarnos lo no solicitado.
La brasa aparecía como el principal reclamo y mi picantón a la parrilla estaba tierno y bien condimentado, las patatas eran aceptables (curioso: en otro de los platos de la mesa resultaron incomibles) y el arroz era de los peores que he tenido la desgracia de llevarme a la boca. Lo anunciaban como frito y su textura desafiaba a la física, entre cruda y pastosa. También tenía mérito aquel juego de imposibles. De no cambiar, les auguro el tiempo de vida de una mosca.
En otros restaurantes los motivos para desconsiderar la publicación han sido distintos.
En uno, por las exageraciones: habían descrito al chef como una nueva voz a tener en cuenta y la carta me pareció la misma monotonía de todos lados. El comedor oscuro en un mediodía radiante y las sillas de mesón tampoco me lo hicieron atractivo. Era una atmósfera que cohibía a pocos kilómetros de la playa.
Más motivos para la amnesia: el ruidoso comedor de un polígono, especializado en ‘esmorzars de forquilla’, con precio correcto, así como la carrillera y los caracoles y para el olvido el resto.
Sigo: hotel coqueto en el Alt Empordà, terraza junto a la piscina, carta de vinos locales bien armada y… salmón y… pulpo con ‘parmentier’. ¿Por qué el esfuerzo con los vinos y el desistimiento con la comida?
Acabo con un último estropicio: vistas sobre unas colinas verdes, la extrañeza del mantel blanco combinado con servilletas de papel (¡lo mismo que en el hotel del Empordà!), la carta corta de vinos con ausencia de la mayoría de esos vinos, el arroz crudo (¡ah, es tan común)…
¿Por qué construir un restaurante sin saber qué restaurante se quiere construir?
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