Andoni Luis Aduriz sin collar
{Este artículo fue publicado en la revista Vino+Gastronomía, donde escribo la sección Diario de un omnívoro. Corresponde a una cena en Mugaritz celebrada en noviembre. Como otros restaurantes Guadiana, Mugaritz acaba de comenzar la temporada 2014}
Miércoles
Volver a
Mugaritz es siempre regresar, de alguna manera, al laberinto. Al placer pero
también a la duda, al gusto y al disgusto.
Un disgusto que en nada se parece al
enfado o a la decepción, sino que espolea y discute el conformismo, la vieja
butaca con los muelles flojos que tan a menudo se confunde con la gastronomía.
Sí, a algunos les irrita que Andoni Luis Aduriz esté poco domesticado, que no
quiera llevar collar.
A la
sombra del roble, me estimulan, hacen pensar, me revuelven la olla del cerebro
con un palo.
He estado aquí muchas veces y siempre en situaciones con alto
poder simbólico cuyo recuerdo perdura, agarrado a la memoria.
Una cena con
Seiji Yamamoto cuando aún no sabíamos quién era Yamamoto.
Una estresada comida
con un gran cocinero en paradero desconocido que después enloqueció.
El conocimiento del caolín tras una excursión
sin aliento a las cuevas de Aizbitarte.
Una noche de poso tras dos días con la
familia Bras en Laguiole.
El último ensayo, fisgando cómo decidían qué era
fundamental y qué trivial, antes de la reapertura que dejaba atrás la alfombra
de cenizas.
Vuelvo a Mugaritz con la certeza de que sucederá algo. Y sucede.
¿Es
gastronómico o metagastronómico? No lo sé, pero es agradable levantar las
faldas a la solemnidad. Los camareros distribuyen un cómic, que es también un mantel
individual, sobre el juego de la taba.
En unos saquitos de arpillera, tres falso
huesecillos. Los comensales se juegan a los chinos una recompensa, un montoncito
de caviar ecológico --¿es eso posible? ¡anda oxímoron!-- que sirven sobre una
cerámica que representa un hueso, moldeado por artesanos japoneses del pueblo
de Arita.
Sobre la pequeña pieza se posa la responsabilidad de 400 años de
historia.
Que nadie se despiste: lo nuclear de esta actividad no son las
bolitas negras sino su soporte, que hay que acariciar. Un producto de la tierra
pasado por la mano del hombre. ¿Acaso no es eso la cocina?
De forma
más convencional, en la absoluta incorrección de Mugaritz, la carne curada de
bogavante con arroz fermentado.
Los espíritus asustadizos ya estarán colgados
de la lámpara del techo. Lo adoras o lo detestas. Yo lo adoré. Sabores muy
altos, de tenor.
Cada vez que alguien escribe que la cocina de Mugaritz es “insípida”
o que se sitúa en el “umbral de la insipidez”, Andoni se parte de la risa porque ese término
forma parte de un chiste interno.
Comparte sustancia, intención y ADN
mugaritziano con las hebras de buey de mar con mucílago vegetal, macadamia y
pimienta rosa, un plato con lágrima, que engancha, que se engancha.
El chef
suelta a menudo una frase simple altamente compleja, que resume también su
cocina: “Me gusta lo sencillo”. Parece una provocación y solo es síntesis.
Lo
mismo sucede con lo que sirven: parece una bravata, una llamada a la
beligerancia, pero solo buscan agradar. Porque hay otras formar de agradar,
también desde desconcierto, la dificultad y el desafío.
A Andoni es fácil
quererlo, su cocina requiere de mayor esfuerzo.
Cuidado, conejos, el chef cazador
anda suelto, y sin collar.
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